La Canción del perro fue la última entrega de James McClure (Johannesburgo, 1939-Oxford, 2006) de la serie del teniente Tromp Kramer y el sargento Mickey Zondi, de la Brigada de Homicidios y Robos de Trekkersburgo (ciudad imaginaria, pero que es un reflejo de Pietermaritzburg, donde el autor vivió varios años y a la que definía como «una ciudad que vive con las piernas cruzadas»). El ciclo de sus aventuras lo componen ocho novelas, de las cuales sólo tres han sido traducidas al castellano: El cerdo de vapor, El leopardo de medianoche y El huevo con truco. Ahora, la editorial Reino de Cordelia se ha propuesto rescatar a este autor de una calidad reconocida internacionalmente y cuya obra ha ido ganado peso con el tiempo, como el buen vino, como un clásico que envejece muy bien.

Lejos de los fríos nórdicos -donde a los advenedizos se les ha hecho creer que nació el boom de la novela negra, cuando en realidad sólo fue el origen de los grandes petardos (y petardas, que abundan) de la actual novela policial-, con un narrador que interviene poco y deja que los personajes se definan por sus diálogos y acciones, en un escenario cruel -la Sudáfrica del «apartheid» en los años setenta- y con un estilo directo, James McClure nos devuelve a la novela negra de los clásicos, con protagonistas que representaban el último suspiro del «hard-boiled» y sociedades que se definen a través de sus crímenes, porque estos hablan por ellas.

Recrea el escenario como nadie y en sus líneas escucharemos a las ranas croar en los manglares, o a los cocodrilos deslizarse indolentes hacia el estuario, mientras dos búhos ululan, uno agudo y otro grave, como si fueran la música de fondo. Son los paisajes áridos del color del pan, donde el límite de velocidad en las reservas se estanca en los 25 km/h y nos rodean letreros con la leyenda: «Precaución: Rinocerontes». Y el olor a eucaliptos azules lo invade todo mientras las monjas blancas dan al paisaje un toque de color.

En ese mundo camina el teniente Kramer, un sujeto al que no le gusta prejuzgar, que va por libre, masca caramelos de azúcar «cande», conduce un Chevrolet, calza una Walther PPK; un solitario que enciende con cerillas el Lucky Strike sin filtro. Al igual que Jack Nicholson en Chinatown, lleva traje barato, cuello camisa deshilachado, corbata marrón con herraduras azules, macizos zapatos de suelas de goma, hebilla de latón demasiado grande, pero esta vez es un maldito bóer, otro condenado «espalda peluda», como se llama despectivamente a los afrikáner. Le acompañará su fiel escudero: el sargento Zondi. Un zulú que ha dejado atrás las ropas de mono y los adornos de leopardo, y que tiene como misión interrogar a los criados y a otros testigos de raza negra a los que jamás llegaría un blanco, y menos un bóer.

La novela comienza con el asesinato de un sargento de policía y una muchacha varios años menor que él, hija de un importante abogado de Durhan. El arma empleada ha sido una bomba de relojería con dinamita de cantera. La acción se desarrolla en Jafini, un poblado de mala muerte perdido en la provincia de Zululandia, al que sólo la lluvia le quita su color a muerto y el olor a putrefacción. Allí, nuestro protagonista conocerá a la viuda Fourie, que le acompañará en el resto de novelas, una mujer que semeja al embriagador licor de melocotón, que había alcanzado la perfección al madurar. La investigación se complica cuando al indagar en el lugar del crimen y buscar lo que no se encontraba en su sitio resulta que nada lo está.

Escrita en 1991, La canción del perro es la última de la serie, pero en realidad es la primera. Pues en ella James McClure traza todos sus personajes y nos muestra cómo se conocieron. Por ella veremos pasear a un bantú, de la etnia xhosa, de nombre Nelson Mandela. Nos mostrará el Estado Libre de Orange fundado por los bóers en el siglo XIX. Un mundo cruel, en el que la magia negra de los brujos y adivinos aún marca el destino de los seres humanos, mientras dos búhos ululan, uno agudo y otro grave.