«Me vi en los pasillos del subsuelo con aquellos que escondían sus miradas; me senté en los vagones de lo soterrado junto a otros que, perdidos entre las hojas atentas de la lectura u observando fijamente sus propios zapatos, se ocultaban en la sutil apreciación de lo indeterminado. Ninguno hablaba, nadie ni siquiera fue capaz de obsequiar al otro con un gesto. El silencio era continuo. Todo empezaba a erosionarme. Me hallé de pronto en un desierto donde éramos nosotros la arena granulada...». Y es en esta erosión donde surge la reflexión, cierta necesidad de investigar a través del verso, de atravesar el desierto y buscar el horizonte que ahora parece un oasis incierto. Describir también esa soledad, esa sensación de sentirse «como un ángel caído desterrado momentáneamente del Edén». El autor atraviesa y narra ese exilio pero también la transformación interior y todo aquello que acontece durante el proceso: «Desierto, todo es desierto. / Y mi cuerpo / una prolongación física / de mi eterno desierto interior». Proceso que implica lucha, que nos recuerda al personaje de Buñuel enfrentándose a sus visiones: «La angustia acentúa la soledad / y la busca se hace interminable». Daños colaterales inevitables: «Las lenguas se te echarán encima. / Te juzgarán, te condenarán... / Buscarán que te sometas a sus miserias. / ¡No compartas jamás con ellos / la mesa de la esperanza! / ¡Huye de lo que es la oquedad!». Sin embargo, tal vez el daño más grave que podamos sufrir es ese vacío o nada que nos convierta en apenas gesto diluido, máscara, restos del ser («La vida también es / aprender a rendirse»). Por eso debemos volver al centro: «Vuelvo hacia dentro, donde siempre he estado, / donde está todo y nada es concreto; donde somos / nosotros mismos»).

Eficacia narrativa y precisión, algo difícil de encontrar en un libro, y más, si cabe, en un libro de poemas. Algo que algunos lectores pueden señalar como primera dificultad y, al contrario, no oculta más que una sencillez necesaria, la humildad de la palabra desnuda, sin ornamento, sabia, lúcida. En este libro de poemas Miguel Ángel Contreras nos describe un mundo árido, un asfalto inhóspito frente al cual la piedra ofrece cierto amparo o cobijo a la emoción, la piedra o materia que recoge todo aquello que sucede dentro y fuera, una especie de memoria, inconsciente colectivo, recordatorio: «Los horrores / que ocultan en la piedra sus ciudades: / el ruido espeluznante de los cueros, los humos de la carne y de los libros». Insiste: «Las sombras de los tilos y sus hojas / no son capaces de acallar del todo / los gritos que atraparon vuestros muros».

Hay una intensidad rítmica constante, una cierta evolución ascendente en la que la sinceridad de estos versos se intensifica hasta llegar al poema final, que el autor titula «Declaración de principios» («De la piedra he podido aprender / que el corazón manda. Luego, / escrutando nuevamente en sus poros / supe que alguna vez tuvo grabada / una inscripción que decía: mi destino / es mi origen»). Una declaración del todo alejada de la resignación o desesperanza: «No dejo de sentir cada mañana / que lo mejor siempre está por llegar». Volvemos a resaltar de nuevo cierta extrañeza al encontrar un nuevo binomio no demasiado común: tal vez no alcance el grado de optimismo pero sí un carácter positivo que se desliza con toda naturalidad por estos versos junto al tono intimista, reflexivo, crudo en ciertas ocasiones, frío.

Encontramos, en el poema XXI la mejor indicación posible para el lector que duda antes de adentrarse en el libro: «Si estando en la ciudad / a la deriva / sintieses que se mueven / las aceras / y nada te mantiene / en equilibrio...». Tal vez estos versos puedan aliviar ese peso concreto, preciso.