Las revoluciones populares que comienzan a gestarse en la gran red antes de saltar a la calle muestran el potencial de este nuevo medio para mover a la acción pública y la amenaza que constituye para los regímenes autoritarios. Ésta es la idea que nos han dejado las «primaveras» alentadas desde internet y que el bielorruso Evgeny Morozov, especialista en analizar el impacto social de la tecnología, ahora profesor visitante de la Universidad de Stanford, se encarga de demoler en El desengaño de internet. Los mitos de la libertad en la red. A lo largo de más de 400 páginas bien documentadas, Morozov intenta demostrar «la imposibilidad de elaborar una teoría plausible, unidimensional y esencialista acerca del impacto de internet sobre el autoritarismo». Para ello analiza algunos de los estallidos populares de nuevo cuño y llega a la conclusión de que la red, por sus propias singularidades, puede fortalacer más que socavar los regímenes autoritarios. ¿Cómo? Primero porque permite lo que él llama «la personalización de la censura», el control más estricto de los opositores que operan en la red. Un control basado en los mismos mecanismos por los que Google conoce nuestras preferencias como usuarios o los intereses que quedan en evidencia a través de las búsquedas. Destaca Morozov que «salvo Corea del Norte, todos los estados autoritarios han aceptado internet y China cuenta con más usuarios que el total de habitantes de Estados Unidos». El peligro de la red no es tal porque «donde han fracasado los expertos y diseñadores de políticas es en comprender la sofisticación y flexibilidad del aparato de censura construido sobre internet».

Pero hay además otros factores que guardan estrecha relación con la naturaleza de la propia red, con lo que mostramos en ella, los vínculos y los compromisos que creamos. A través de las redes sociales como Facebook, ahora «es posible exhibir en público la prueba de la pertenencia a una organización» sin tener otra implicación real con ella más allá de proclamar esa afiliación. Las redes nos permiten moldear nuestra identidad, ser quienes queremos ante los demás aunque la realidad personal nada tenga que ver con lo que mostramos y la pertenencia a algo no implique ninguna contribución efectiva a la causa. Facebook consigue que «los activistas de la red se sientan útiles e importantes, al tiempo que su impacto político es casi inexistente». Morozov ironiza con las campañas que «parecen basarse en la suposición de que un número suficiente de tuits puede solucionar los problemas del mundo». En palabras del profesor de Oxford Alan Ryan, «internet es bueno a la hora de asegurar a la gente que no está sola, pero no muy bueno en lo tocante a crear una comunidad política a partir de la gente fragmentada en que nos hemos convertido». La tranquilidad que da el haberse sumado por vía digital a cualquier movimiento actúa como elemento desmovilizador, sostiene Morozov, para quien «si un régimen autoritario se derrumba por la presión de un grupo de Facebook, tanto si sus miembros protestan en la red o en las calles, no es tan autoritario».

Los blogueros no aguantan la comparación con los auténticos disidentes. La cubana Yoani Sánchez «es más conocida fuera de Cuba que dentro», afirma el autor de El desengaño de internet, y lo posts de su blog, «por conmovedores que sean, no resisten la comparación con una sola obra de (Vaclav ) Havel».

Alerta Morozov sobre los gurús de internet, que contribuyen a hinchar la importancia movilizadora de la red y cuyo «profundo conocimiento de la arquitectura de internet y su diversa y caprichosa cultura, no compensa su inadecuada comprensión de cómo funcionan las sociedades, y no digamos ya las sociedades no occidentales». Concluye Morozov que «el activismo digital posee el potencial de transformar toda la cultura política que genera, pero no necesariamente para mejor, sobre todo si nuestro objetivo es una democracia a largo plazo más que movilizaciones a corto».