En su brillante -y discutible, como luego veremos- prólogo a la nueva versión de la poesía de Hölderlin en español, escribe Félix de Azúa: «Las traducciones son como un concierto, una interpretación musical a cargo de un artista. Es cierto que Beethoven es uno, pero sólo llegaremos hasta él sea de la mano de Furtwängler o de la de Haarnoncourt, dos modos antagónicos de traducir a Beethoven. Y Bach puede tener la opalina luz pietista de Leonhardt o la abrumada desolación romántica de Richter, que tocaba a la luz de una vela».

Los motivos de Eduardo Gil Bera para ofrecernos otra traducción de un poeta que ha tentado ya a grandes traductores (y a poetas, como Luis Cernuda, que no conocían el alemán) se encuentran en su desagrado «ante las oscuridades gratuitas y efervescencias sobrevenidas que percibía en las versiones disponibles»; su propósito es ofrecernos una traducción «de máxima transparencia y absoluta confianza en el poema y en el lector».

Gil Bera prescinde del ritmo y busca atenerse a la más estricta literalidad. A veces no es necesario más para que, a través de su algo áspero español, se transparente la grandeza de la poesía de Hölderlin. Pero en otras nos hace añorar otras versiones, no menos exactas, pero más literarias. Baste un ejemplo. Los primeros versos del poema «Pan y vino», en la versión de Gil Bera, dicen así: «Reposa la ciudad a la redonda, se aquieta la calle iluminada, / y se alejan ruidosos los coches adornados de antorchas. / Se retiran a descansar los hombres saciados de las alegrías del día / y una cabeza reflexiva sopesa ganancias y pérdidas, / contenta y en casa. Vacío de racimos y flores, / y de manufacturas, el mercado laborioso descansa». Jenaro Talens busca, además de la fidelidad, que el poema alemán siga siendo un poema en español: «Alrededor reposa la ciudad; se calma la calleja iluminada, / y adornados con teas pasan coches ruidosos. / Hartos del día y sus placeres vuelven los hombres para descansar, / y en su casa sopesa, sumamente contento, un hombre moderado / la pérdida, el provecho; queda vacío de uvas y de flores, / y de manos solícitas descansa el mercado en tumulto». Pero no siempre es fácil compaginar ambas intenciones, y el «mercado laborioso» de Gil Bera parece preferible al «mercado en tumulto» de Talens (si está «en tumulto», ¿cómo va a descansar?).

Félix de Azúa, que fue poeta antes que ensayista y narrador, recurre a la comparación con la música para caracterizar a los diversos traductores: «Cuando leemos una traducción de Hölderlin estamos oyendo la música del poema a través de una versión instrumental específica, a veces es una orquesta sinfónica como en las viejas ediciones de Díez del Corral, a veces es una orquesta mozartiana como en la reciente versión de Helena Cortés y Arturo Leyte. La de Gil Bera me parece música de cámara y más específicamente de inspiración schubertiana. Tiene una coloración crepuscular y muestra la mirada del viajero: es la traducción de un wanderer que lleva el libro de poemas en la mochila durante años». Lenguaje poético, no ensayístico: no hay nada que decir ante esas intransferibles impresiones subjetivas absolutamente indemostrables.

Gusta Azúa de las afirmaciones brillantes y rotundas. Las pocas páginas de su prólogo resultan, para quien ya conoce otras versiones de Hölderlin, quizá lo más atractivo del volumen. «¿De que hablan los poetas?», se pregunta en el título. Y para responder distingue entre la gran poesía y la «poesía pequeña». La poesía pequeña puede hablar de muchas cosas, la gran poesía habla siempre de lo mismo: «Todo gran poema es un canto y un homenaje a la fuerza inasible y atemporal del bios que cada año renueva la vida de la tierra, pero también a la misma que cada año la adormece cuando llega el invierno». La gran poesía, añade más adelante, «es un inmenso SÍ a la vida» (y el lector malicioso no deja de pensar que en eso coincide con la letra de tantas malas canciones).

Pero Azúa no se limita a las rotundas vaguedades, a las afirmaciones indemostrables, se atreve a dar nombres, y entonces ya es posible poner objeciones a sus deslumbrantes fuegos artificiales. Poesía pequeña, «bien escrita», sería la de Lorca, Verlaine, Browning; gran poesía, la de Shakespeare, Rimbaud, Hölderlin (más adelante menciona también a Larkin, Yeats -pero sólo en sus últimos poemas- y a Celan). ¿Canta Celan más que Lorca la fuerza de la vida y el sucederse de las estaciones? ¿Un gran poeta es siempre gran poeta o sólo cuando canta y homenajea a «la fuerza inasible y atemporal del bios»? ¿No hace falta nada más que ese «tema fundamental» para ser un gran poeta? ¿No se puede homenajear a la vida de manera torpe y tópica?

Demasiadas preguntas, quizás impertinentes. Félix de Azúa adopta los modos del ensayista, pero sus afirmaciones rotundas tienen más que ver con el lenguaje irracional del poeta que con cualquier razonamiento. «Larkin canta nuestra fugacidad con la gran música barroca de Ronsard», afirma; suena bien, pero no parece ajustarse demasiado a la realidad textual de Larkin. En cambio, qué hermoso y preciso comentario nos ofrece, en unas pocas líneas, del poema de Yeats «Among school children».

Algo de tramposo suele haber casi siempre en el ensayismo de Azúa, tan gustoso de la rotundidad, la hipérbole, la paradoja. Pero pocos tan fértiles, tan enriquecedores; enseña a pensar, aunque sea a la contra, y a leer de otra manera.