Kristin Hersh, la voz y el alma de la banda «indie» estadounidense Throwing Muses, comenzó a escribir un diario en la primavera de 1985. Tenía 18 años, llevaba tocando con su grupo desde los 14 y vivía a salto de mata, que no dando tumbos. Unos 25 años después, Hersh, que ha proseguido su carrera musical con diferentes formatos hasta hoy, desempolvó las páginas de aquel diario de un año de su vida y las transformó en este magnífico Rat Girl (2010) que ahora publica en castellano Alpha Decay.

Cuando empezó a escribir su intenso relato, hacía ya dos años que la cabeza de Kristin Hersh se había convertido en «una pistola de relámpagos que dispara canciones». Fue a raíz de un atropello. La adolescente circulaba en bicicleta y un coche la envió varias semanas al hospital. Allí comenzó a oír canciones, aunque todavía tardó tiempo en descubrir que «un silbido metálico, como un ruido industrial, y un sonido de oleaje, con otras capas de notas que parecían proceder de silbidos o de flautas» eran, en realidad, canciones que querían abrirse paso en su cabeza. Parte de ellas son las que componen el disco epónimo Throwing Muses (1986), el primero y más apreciado de sus trabajos, aunque no el más vendido.

Las notas de prensa sobre Rat Girl insisten en que en ese año de su vida Hersh sufrió un diagnóstico de esquizofrenia -mutada luego en trastorno bipolar-, se quedó embarazada y grabó su primer disco. Bueno. Con el mismo patrón, un ser humano es un conjunto de 207 huesos. Así que sigamos.

Tratándose de la reconstrucción de la vida de un rockera no es extraño que la descripción de experiencias musicales sea uno de los tres puntos más fuertes de Rat Girl. De ahí que resulte muy aconsejable acompañar la lectura con la escucha del disco del 86: un «afterpunk» límpido y helador, atravesado por vetas de country y folk, y servido por el lacerante fraseo vocal de Hersh.

Composición, conciertos y grabación -«¡no nos dejan meter las canciones divertidas!»- se convierten, a través de la dotada pluma de la autora, en memorables experiencias. Máxime si se tiene en cuenta que el accidente le dejó un sinestésico poso lisérgico: «Un Mi mayor rojo y rotundo que se convierte en cuadrados vertiginosos color Burdeos cuando el La natural sin su acorde deja paso a un Sol violeta».

El segundo punto fuerte de Rat Girl es su carácter de testimonio generacional. Nacida en 1966 en Atlanta, Hersh creció en una comuna de hippies. Cuando el lector la encuentra, vive en Providence, la jaula en la que Lovecraft consumió sus días; acude a la Universidad en compañía de la antigua estrella de Hollywood Betty Hutton, con quien mantiene diálogos muy notables, y, según confiesa a su padre, no quiere ser hippie. Ni «cool». Ni guapa, porque para una «chica rata» y sus amigos la fealdad es lo bello. A su alrededor pululan neohippies, góticos, yonquis, poppis, pintores, músicos de plastilina y otras subespecies entre las que los Throwing Muses se deslizan sin hacer más ruido que el de sus temas.

Todo lo anterior, sin embargo, podría resultar banal o pretencioso si no fuera porque la voz narrativa de Hersh carece del menor atisbo de grandilocuencia, incluso en los pasajes más duros. La autora narra sus días con un equilibrio -nacido de la precisión, la huída del oropel y el rechazo del refocile en la escoria- que maravilla tanto como la transparente lucidez de su mirada. No hay pérdida ni ganancia de sonido en el paso del ojo -o del corazón, o de las tripas- al papel. En consecuencia, Rat Girl es un artefacto literario plenamente logrado. La mejor prueba es que cuando, tras 400 páginas en compañía de la «chica rata», los lectores se enteran de que los Throwing tienen que desalojar el estudio donde están grabando porque lo acaba de alquilar Deep Purple, cinco de cada cinco aceptan como lo más normal la pregunta de Kristin al productor:

-¿Qué es eso de «deep purple»?