Cómo sobrevivir a la mediocridad muriendo

Cuando se publicó, en 1975, Caída y auge de Reginald Perrin no se llamaba así. Era, más crudamente, La muerte de Reginald Perrin. Pero el éxito alcanzado en Inglaterra por la serie televisiva basada en esta novela -quintaesencia de la mejor ironía británica- propició el cambio de nombre y provocó incluso que «hacerse un Reggie Perrin» pasase a ser el modo coloquial de hablar de un suicidio fingido.

Reginald Iolanthe Perrin (RIP, claro) es un inglés medio de la década de 1970, cuando el sueño del crecimiento se resquebrajaba, pero el país aún no avizoraba el thatcherismo. RIP es un mediocre, o sea, un cuarentón sumido en la rutina familiar, en un rutinario barrio suburbano, con un trabajo rutinario. Así que decide salir de escena e iniciar otra vida. David Nobbs (1935), que también se encargó de los guiones televisivos, desnudó ese mundo, lo pasó por el cedazo de la sonrisa perpetua e hizo felices a miles de lectores. Impedimenta lo recupera para que la felicidad también tenga acento español.

Viajar en el tiempo en el cerebro de Burroughs

En el principio fueron los códices mayas dando vueltas en la cabeza del venerable Burroughs. El padre de Yonqui o El almuerzo desnudo interpretó los textos precolombinos como libros de difuntos con indicaciones para viajar en el tiempo y decidió, en unión del dibujante Malcolm McNeil, que eran una preciosa materia prima para hacer lo que por entonces aún no se llamaba novela gráfica. El proyecto era caro y no encontró maduro el mercado editorial de los años setenta.

Casi medio siglo después, Capitán Swing rescata aquellos textos de Burroughs: las iluminaciones de un millonario que descubre en los mayas la fórmula de la inmortalidad alternan con mutantes venidos del pasado para destruir la esencia judeocristiana. Por si fuera poca tan demencial lucidez, el volumen se completa con otras dos piezas: La revolución electrónica, sobre la videovigilancia, y El libro de las respiraciooones (con tres oes, sí), una exhalación sobre la palabra y la escritura, reforzada por ilustraciones de Robert F. Gale.

Un apabullante despliegue de maestría

Jugar en apenas un centenar de páginas con el Golem, Kafka, la dictadura brasileña, los judíos y la militancia comunista de principios del siglo XX exige una gran maestría en la construcción de un texto y un conocimiento aplastante de los secretos de la concisión. Introducir, además, una convincente veta de onirismo y pegarle al lector la sonrisa a los ojos -cuando en realidad se está hablando del horror- está sólo al alcance de unos pocos.

El brasileño Moacyr Scliar (1937-2011) no es autor muy conocido en España, pero sin duda está amarrado al trono de los elegidos. Los leopardos de Kafka (2000) narra las increíbles desventuras del judío Ratoncillo, quien, tras comprometerse a cumplir en Praga una misión que supuestamente ha sido encargada por el propio Trotski, pierde las instrucciones para ejecutar el encargo. Al liarse en improvisaciones, Ratoncillo enreda una madeja tan delirante y opresiva que, años después, aún pondrá en jaque a la Policía brasileña en lucha contra los opositores a la dictadura militar de 1964.

Un Dublín de niños, un Dublín de almas vacías

Los lectores avisados y con buena memoria recordarán que la irlandesa recriada en EE UU Maeve Brennan (1917-1993) fue autora de una larga serie de columnas que, como latigazos certeros, pasaban implacable revista al Nueva York de los años cincuenta y sesenta. Una selección de esas historias, publicadas en el New Yorker, fue traducida el año pasado al castellano como Crónicas de Nueva York.

La editorial Alfabia, autora de aquel rescate, da ahora otro paso en el cabal conocimiento de Brennan. Lo hace con Las fuentes del afecto, un volumen que, junto a la extraordinaria novela corta que le da título, aloja una serie de cuentos escritos de 1952 a 1973. Estos relatos, todos con Dublín como epicentro, corresponden en realidad a dos series. Una, más entrañable, se nutre de lo que sin duda son recuerdos de infancia de la autora. La otra, de acentuada veta satírica, deja al desnudo un mundo de estrecheces burguesas en el que los personajes están condenados a la nada. Grande.