Yoko Ogawa, es una de las escritoras de mayor éxito en Japón, tanto de público como de crítica, su obra ha sido premiada en varias ocasiones, traducida y adaptada al cine. Destaca entre sus influencias la obra de Kenzaburo Oe y Anna Frank, surgiendo de este particular gusto una escritura exquisita, excepcionalmente personal, sutil y demoledora.

La piscina narra la breve pero intensa historia de una adolescente cuyos padres dirigen un orfanato. La joven acude cada día a la piscina para contemplar como el joven Jun se lanza desde el trampolín, deleitándose en la fascinación que su cuerpo y la exactitud de esos músculos que parecen tensarse hasta el infinito le provocan. A través de la pureza de este momento único, la joven alcanza un grado de placer y abandono inauditos que logran limpiar esa parte oscura a la que su naturaleza parece empujarla cada día sin ningún atisbo de culpa o arrepentimiento («Me daba la sensación de que el brillo de las olitas que se reflejaban en el cristal del techo, el olor del agua limpia y, sobre todo, el cuerpo de Jun mojado lavarían mis crueles sentimientos. Aunque fuera por un momento, quería estar limpia como Jun»). Se debate entre estado de pureza máxima que alcanza con dicha contemplación y el éxtasis que le produce la crueldad cotidiana que alcanza maltratando a una de las huérfanas. Un camino hacia la conciencia por tanto.

Ogawa practica lo que podríamos definir como «prosa del detalle», su narración es limpia, exacta, con una fluidez precisa, sin ornamentos ni elementos innecesarios, una narración extraordinariamente dolorosa y justa. Una perfecta y bella arquitectura que puede mostrar un horror rotundo: «Aquel llanto, violento como si se hubiera roto algo dentro de su cuerpo, satisfacía mi `sentimiento de crueldad´. Deseaba fervientemente que llorara más. Ser la única en saborear ese llanto hasta la saciedad, y el hecho de que no hubiera nadie para abrazarla y consolarla, y que además ella fuera un bebé incapaz de expresarse, me hizo sentirme aún mejor». Una burbuja protectora que estalla en mil pedazos por el puro desgaste de su observación constante.

Yoko Ogawa provoca una atracción inmediata, una fascinación similar a la que esta joven siente al borde la piscina, como si en cierto modo, una narración como ésta, o la sinceridad que en ella encontramos, lograse limpiar o calmar la violencia que nuestras emociones imponen. Rescatando ese grado de sublimación que escasas obran lograron. Una sensación de extrañeza similar a la que sentimos ante Camus, extranjeros, ajenos pero en la que nos reconocemos fácilmente.