Novelas del guionista de «La dolce vita».

Fino e irónico, a veces satírico, casi siempre con trasfondo trágico, Ennio Flaiano (1910-1972) fue narrador, guionista, crítico cinematográfico y periodista. Su amplia obra, que alcanza dimensiones colosales como autor de guiones (escribió para Fellini los de La dolce vita, Ocho y medio, Las noches de Cabiria o Giulietta de los espíritus), le está valiendo reconocimiento creciente en los últimos años en Italia, donde ya es considerado una pluma mayor del siglo XX.

Dos noches (1959) es un conjunto de dos novelas que operan la una como revés de la otra. Las dos están protagonizadas por escritores jóvenes, pero mientras que en la delirante La mujer de Fiumicino seguimos las andanzas del alegre y torpe conquistador Graziano, en Adriano son los pasos de una víctima del hastío existencial los que nos conducen a través de la trama. Graziano acabará envuelto en una aventura extraterrestre; Adriano, deambulando en coche, llegará a casa de Fellini. Los dos conducen al lector al corazón de la mediocridad en una Italia caótica.

Antídotos contra el exceso de ombliguismo

La alemana Meredith Haaf tiene, para que se sitúe el lector, un poco menos de 30 años. Y está hasta más arriba de las cejas de lo que estima pasividad llorona de su generación. A decir verdad, hasta el término generación le molesta, porque no quiere tener nada que ver con toda la recua de paniaguados que se pasan el día quejándose sin hacer nada para remediar su situación.

En realidad, Haaf, que ha subtitulado su ensayo «Sobre una generación y sus problemas superfluos», pretende reflexionar sobre el porqué de tanta postración, pero entre reflexión y reflexión se le van colando hebras de la mala leche que le asalta al comprobar que está rodeada de personajes individualistas, nada solidarios, que reniegan del pronombre nosotros, reconcentrados en su ego digital de redes sociales, ajenos a cualquier utopía, angustiados en el fondo y, por encima de todo, inoperantes. Unos personajes a los que el rechazo de lo público lleva al desconocimiento de la política y, por tanto, a dejarse gobernar como corderos. Un palo muy razonado.

El precio de negarse a dar alas a la basura

Penúltima hasta ahora de las novelas de Laurence Cossé (1950), La buena novela comparte un rasgo nuclear con el conjunto de las narraciones de esta autora francesa: la crítica del poder. En este caso se trata del poder mediático-comercial, que ha vuelto tierra baldía buena parte del espacio de las librerías. Llámenlo literatura industrial o, si son más groseros, basura sin más.

El lector que se acerque a la contraportada sabrá que La buena novela («Au bon roman») es una elitista librería parisina que sólo ofrece al cliente obras de primera calidad seleccionadas por un grupo de «sabios». La iniciativa desencadena pasiones, envidias y una intriga basada en un misterio literario que incluye amor, bibliofilia y muerte. Sin embargo, estas cuestiones no serán conocidas por el lector hasta alcanzar la página 70, ya que hasta ese momento se irán disponiendo ante sus ojos las piezas de un apasionante rompecabezas, edificado con una precisa escritura, riquísima en matices, sentido del humor y todo tipo de juegos metaliterarios. Mayor.

La supuesta inocencia del hipócrita santurrón

Algunos de los rasgos que Robin -en realidad la dibujante Marjorie Blood- atribuye a August Carp en las sugerentes ilustraciones de este volumen dan a entender que el protagonista de la novela homónima es un perfecto imbécil. El labio y la mandíbula inferiores, por ejemplo. Otros rasgos, sin embargo, pueden originar el principio de un escalofrío. Véanse nariz y ojos.

En realidad, August Carp es el perfecto hipócrita moralista, aunque quede a criterio del lector determinar si él mismo es o no consciente de ello. Plenamente involucrado en el mundo eclesial, su vida y pasión es la denuncia de todos los vicios y defectos ajenos. Eso sí, tal vez para hacer buena la crítica de Cristo sobre vigas y pajas, calla como un ahogado sobre los suyos propios. El médico Henry Howarth Bashford (1880-1961), que lo fue de Jorge VI, publicó de forma anónima esta divertidísima y feroz sátira en 1924. Menos de un siglo después, figura con todos los honores entre las cien novelas inglesas del siglo XX que no se deben dejar de leer.