El sentido de un final, la novela con que Julian Barnes obtuvo en 2011 el premio «Man Booker», tiene, entre otras virtudes, la de incitar a una segunda lectura con la esperanza de encontrar las respuestas que no ofrece la primera. Alguien podría decir que no es virtud en una narración dejar cabos sueltos. Sin embargo, al tratarse de la memoria del narrador, un jubilado que ve pasar por delante de sus ojos el fracaso de una vida, es lógico que él mismo se resista a explicarse algunas de las causas que le llevan a hurgar en ella cuarenta años después, o a entender todo lo que está sucediendo a su alrededor. Y si a Tony Webster, que narra la historia, su ex novia de juventud, con quien se reencuentra, le reprocha que nunca entendiera nada y le advierte de que jamás lo entenderá, resulta también de lo más natural que el narrador renuncie a hacerse más preguntas y por culpa de ello el lector se quede con alguna que otra razonable duda. Digamos que la propia trama lo exige.

No existe una buena novela de suspense en la literatura, y la de Barnes lo es, que impida seguir paladeando el misterio tras haber disfrutado con él. Hasta el punto de que el lector deja de preguntarse si las 500 libras y el diario que Sarah Ford, la madre de la ex novia, le lega tras su muerte son para resarcirle de la humillación que sufrió aquel fin de semana, hace tantos años, por parte de esa familia o por cualquier otra razón oculta que se nos escapa entre los dedos. Lo mismo que le ocurre al propio protagonista que llega a plantearse como epitafio: «Tony Webster: nunca comprendió».

Magnífica novela breve pero intensa de un autor en el esplendor de su madurez literaria. Con Barnes, frecuentemente, me ha guiado la sospecha de que no podría escribir jamás nada tan original como El loro de Flaubert, aquella deslumbrante prueba de ingenio publicada a mediados de los ochenta, y sin embargo, por regla general, sus libros siempre vienen a liberarme en cierto modo del prejuicio inicial. Sucedió no hace mucho con la lectura de Pulse, su última y estupenda colección de cuentos, y ocurre ahora con El sentido de un final, reciente «Man Booker», en la que Tony Webster le da vueltas a los recuerdos del fin de semana en la casa de los padres de una ex novia que finalmente acaba cayendo en los brazos de un amigo del colegio que, a su vez, inexplicablemente, terminará suicidándose.

Para escarbar es necesario remontarse a los años 60, algo antes de que la década se convirtiera realmente en lo que al final resultó ser, cuando en Inglaterra todos menos unos cuantos estaban atrapados todavía en una continuación algo menos austera de los menesterosos cincuenta. Aquel tiempo ha transcurrido y de repente el protagonista y narrador se encuentra explorando en el pasado en busca de la reconstrucción de unos hechos que empiezan en la escuela donde coinciden tres amigos a los que se une un cuarto, Adrian, admirado por el resto gracias a su inteligencia. Pero el protagonista que reflexiona en su vejez tras un cúmulo de fracasos -se ha divorciado y no le encuentra mayor explicación a los tonos grises de su vida- tiene confusos los recuerdos. Precisamente en la manifiesta debilidad de la memoria se halla el músculo de la novela de Barnes y es también donde la prosa adquiere mayor fuerza. Cuando uno está en los veinte años puede recordarse en su totalidad, más tarde el recuerdo se hace inevitablemente jirones, piensa el protagonista de El sentido de un final.

La reflexiones mueven a Tony a admitir que no envidia la muerte de Adrian, el amigo que se suicida, pero sí la claridad de su vida. Luego, a la vez que se le van revelando los hechos tendrá tiempo a arrepentirse de sus palabras. Del mismo modo en que, tras conocer lo que la vida ha deparado a otros, no deja de mortificarse por la insultante carta, que les escribe a él y a su ex novia cuando deciden iniciar una relación, y que despide deseándoles que «la lluvia ácida caiga sobre sus cabezas unidas y ungidas». Por el simple hecho de haberla escrito nadie es culpable de las consecuencias trágicas de una carta adolescente inspirada en el rencor. Se cometen pecados de juventud y no por ello hay que arrastrarlos, como si se tratara de una pesada losa, hasta el final de los días. El narrador, asume su incapacidad para reconstruir las relaciones afectivas, y el malestar por lo ocurrido en el pasado es algo que ni él mismo puede explicarse incluso a una edad avanzada. Le quedan, además, por entender las cosas que jamás comprenderá.

Lo más importante de El sentido de un final no es lo que quiere decir Veronica (la ex novia) cuando habla enigmáticamente del «dinero de sangre» que recibe Tony Webster, sino la tragedia que ronda el libro, impregnada del mejor Henry James, y el misterio tan profundamente arraigado en la narración como el más viejo de los recuerdos. Y no sigo porque pienso que quizás movido por las mismas dudas que me asaltan he llegado más allá de donde debería. No dejen de leer esta fascinante historia de Julian Barnes.