La fotografía analógica no está muerta, tan sólo huele raro, nos dicen los editores de estos dos primeros títulos de la colección «18%» -porcentaje de luz que refleja la carta gris-, y aunque en principio la realidad parezca ir contra esta afirmación -la fotografía analógica, si no está muerta, está, al menos, muy arrinconada-, lo cierto es que seguramente no les falte razón, puesto que mientras las fotografías digitales duermen sueños eternos y se extravían en tarjetas y discos duros a la espera de un inasible futuro, las fotografías procedentes de película y en papel sestean en las vacaciones de otros tiempos, con Simca 1200 y maletas en la baca y niños y veranos de Levante o de Poniente, deteniendo su momento para la eternidad.

Los jóvenes fotógrafos Jesús Llaría (Logroño, 1972) e Indiana Caba (Zaragoza, 1987) tienen en común cierto gusto por lo cotidiano. Hay en sus fotografías -quizá más en las de ella- un buscado tono menor, gris, seguramente porque a lo que nos enseñan le conviene más el susurro del día a día que los vivas atronadores de las fiestas. De hecho, lo que aparece en muchas de las fotos de Llaría es más bien el fin de fiesta, el desesperado epílogo buscando un hedonismo que, como la noche, empieza a quedar atrás con el despuntar del alba, con los estragos de la fiesta, con el despertar de la resaca. En el gusto por el realismo sucio, algunos desnudos, la sobreactuación de muchas poses y el ambiente nocturno recuerdan las fotos de Jesús Llaría a las del ínclito Alberto García-Alix. Como nos dice Paco García Barcos en el prólogo, el fotógrafo bebe de su inmediatez: «En sus instantáneas aparecen fiestas, bares, novias, ex novias, conversaciones y encuentros».

También de la inmediatez de lo cotidiano, pero en este caso regido por las reflexiones intimistas, la vida en pareja y los viajes, habla Indiana Caba: gaviotas, hospitales, cuervos, dos manos entrelazadas, una joven que de espaldas a la cámara se baña en el mar. A menudo, una instantánea conceptualiza una ciudad: Groningen es ese cuervo posado en el manillar de una bicicleta que echa a volar y el reflejo de la fotógrafa en la ventana; Oporto, una bandada de pájaros que sobrevuelan un edificio; una niña que mira expectante por la ventanilla condensa la necesidad de conocer qué está en el origen de todo viaje.

La vida, en esencia, es fugacidad. La fotografía, con cada instante que atrapa, intenta sobreponerse a ese tiempo que se escapa. Observando las fotos de Llaría y Caba nos damos cuenta de que lo cotidiano se convierte en excepcional -un cuerpo hermoso que se adentra en el mar- y lo excepcional forma parte de lo cotidiano -un pájaro muerto sobre una acera en Madrid-. Para decirlo a la manera de Claudio Rodríguez: «Siempre la claridad viene del cielo; / es un don: no se halla entre las cosas / sino muy por encima, y las ocupa / haciendo de ello vida y labor propias. / Así amanece el día; así la noche / cierra el gran aposento de sus sombras».