Peter Ackroyd no había escrito su gran biografía de Londres cuando Julio Camba posó por primera vez sus pies en la capital británica. Para ser más exactos, Ackroyd aún no había nacido. Entre la publicación de la obra de este último y los artículos del periodista gallego ha tenido tiempo de compadecerse de sí mismo el siglo XX. Alternar estos días ambas lecturas me ha permitido reconciliarme con la niebla y sus efectos. Y de qué manera.

Los artículos de Camba que ahora reedita primorosamente Reino de Cordelia son el fruto de su estancia en la metrópoli eduardiana entre diciembre de 1910 y enero de 1912 como corresponsal del diario «El Mundo». Apenas hubo más Londres para el de Villanueva de Arosa y sin embargo podría decirse que Camba nunca dejó de ser un poco inglés. O de apreciar la felicidad del mismo modo que la aprecian los ingleses, sin estridencias ni alharacas, conformándose con un sol mal imitado y llegando a la conclusión de que no tienen nada de graciosos los países donde a todas horas se baila, se canta o se cuentan chascarrillos. Lo verdaderamente gracioso, decía Julio Camba, es un país donde la gente no acostumbra a reírse.

En Inglaterra, conocí a un gallego que debía de haber leído a Camba. Repetía con frecuencia que lo mejor de Londres era la niebla, y cuando alguien le preguntaba por qué motivo respondía: «Pues, porque impide ver todo lo demás». La niebla es, en cualquier caso, un elemento literario de primera magnitud; no se ha parado de escribir de ella. Un dublinés, Oscar Wilde, dejó sentenciado para que se utilizase como resumen de una ciudad que llegó a odiar: «Londres es todo niebla y gente triste. No sé si es la niebla la que produce la gente triste, o si la gente triste produce la niebla». Ahí está precisamente lo gracioso del caso. Fog, el vocablo inglés que la describe, no es, digamos, lo suficientemente onomatopéyico para entender de qué va.

Tenía razón Camba, Londres con sol es absurdo. La niebla, sin embargo, lo mismo que ocurre con las calles y las personas, lo envuelve todo y todo lo explica: «El aislamiento, la disciplina, el whisky, la falta de interés para lo que ocurre a dos metros de uno, el egoísmo, los clubs, el spleen, el baile inglés y la box inglesa, que son dos reactivos poderosos; la falta de iniciativa, la poca exuberancia del inglés, el hecho de que todos los ingleses sean iguales y de que ninguno quiera distinguirse de los demás, el té, etcétera...»

Carlyle definió la niebla como «tinta fluida». El propio Camba reparó que después de un sucio día neblinoso el agua de la bañera de la casa donde vivía quedaba del mismo color que si hubieran lavado en ella un calamar. La verdad es que todo elemento literario de la ciudad fluye a partir de la niebla. Londres es oscuro y subterráneo. Sin esa oscuridad empapada y vaporosa no existiría Sherlock Holmes, ni Stevenson habría escrito algunas de sus mejores páginas en El misterioso caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Uno de los que con mayor fidelidad la pintó fue Monet; de hecho vivió en Londres dos años para familiarizarse con ella. Para él, era la gran revelación del misterio, una proyección de la sombra entre tenue luz violeta.

Al igual que las cosechas de guisantes, la niebla empezó a empeorar en los primeros años del siglo XX. Inicialmente, se achacó a la dispersión del humo de las industrias. H. V Morton contó en In Search of London (1951) cómo la última auténtica niebla eduardiana se presentó el 23 de diciembre de 1904, entre cocheros que tiraban de sus caballos y los omnibuses que circulaban lentamente con un farol colgando del frontal. Camba se hubiera reído de ello cuando seis años más tarde se asomó al balcón de la casa de Mistress Fisher para presentir un hombre o un coche, surgidos de la bruma, que la propia bruma se encargaba de engullir acto seguido. Ese día de niebla, el escritor gallego incorporó con cierto asombro la palabra fog a su método Berlitz .

Por supuesto, Londres, de Julio Camba, no trata sólo de la niebla y del spleen. En él se incluyen algunos de sus mejores artículos madrugadores sobre los ingleses, su sensibilidad, lo que comen y beben, cuánto se divierten sentados en un sillón dos horas sin abrir la boca, acerca de la moral, la virtud, los barberos, el pudding, la indiferencia británica, los hombres-sandwich y los efectos de la huelga sobre una cocina pensada únicamente para mitigar el hambre. «¡Bendita sea! Es posible que mañana no haya rosbif».