Pese a su título y su asunto, Onda expansiva, el nuevo libro de Pedro Provencio (Alhama de Murcia, 1943), no es un poemario sobre el 11-M, sino, en todo caso, detonado por el 11-M. Como se advierte en las notas introductoria y de contraportada, esta turbadora colección de 191 poemas, uno por cada víctima de la masacre, contiene poesía «provocada» más que «inspirada» por el atentado. Así que no se ventilan en sus páginas teorías conspiranoides, ni se exponen nuevas hipótesis o puntos de vista sobre la autoría de la matanza. El punto de vista que a Provencio le importa es el de los asesinados, cuya muerte, como todas las dictadas por «cualquier forma de misión trascendente», afirma, los dejó «con un gesto interrumpido de ir a decir algo» y les confirió «el carácter de autores».

Con esta premisa, el poeta pone su voz en la perspectiva de las víctimas y dice un poema por cada una de ellas para tratar de «desvelar las claves multiformes, míticas y despiadadas de su desaparición». Y lo hace, no hablando de sus vidas una a una, pues no hay rastro de biografía en los poemas, sino dejando que el «coro vitalista» que forman las voces que les presta se hagan preguntas (las preguntas, huelga decir, para las que Provencio busca respuestas). El resultado es un libro en el que la perplejidad e indignación individuales se transmutan en reflexión e investigación colectivas; un libro que, como una tormenta de ideas, descarga a la vez en todas las esquinas del cerebro, o que implosiona para dar vida a múltiples moldes de voz, «piezas sueltas (?) / ante un auditorio de desnudos destinados a ser / pasta de papel».

El propósito de Provencio es presentar a las víctimas del 11-M aún palpitantes e inquisitivas, instaladas «sobre el campo de minas» para buscar las respuestas («el acorde final») que demanda su holocausto. Sin embargo, como esta tarea no puede abordarse desde la perspectiva individual («una nota de voz siempre fuera de tesitura»), el poeta se desdobla una y otra vez y se lanza a una vasta operación inclusiva que es en sí misma una denuncia del pensamiento excluyente que inspiró la acción de los verdugos: «Tu prójimo es quien no piensa como tú, / ni come como tú, ni canta como tú; / (?) aprende su lengua, acuéstate con él, / (?) renuncia a tu paraíso y acepta su infierno».

El poeta, pues, contrarresta el pensamiento único de los ejecutores con el pensamiento en grupo de las víctimas, pero aún integra dos registros vocales más en su discurso, parcelando cada poema en tres bloques. El primero y más rico es el de los asesinados: es la voz de la pregunta sin respuesta, la reflexión, la protesta o la imprecación, y a menudo toma la forma del reproche dirigido a la divinidad o el remedo intencionadamente blasfemo de sus libros sagrados: «¿cómo quieres que confíe en ti y que te respete, / (?) dios sanguinario, poder puro?, / (?) tu poder se parece a Satán». O: «Mi único altar, dice el desdiós, es el espacio / justo entre el hacha del verdugo y el cuello abatido».

Este primer bloque acoge también varios poemas que comienzan con la fórmula «consideremos», los más abiertamente irracionalistas, y parodias de parábolas litúrgicas o del periodismo de sucesos; así, por ejemplo, los textos en prosa atribuidos a las víctimas María Isabel Sánchez Mamajón e Ismael Nogales Guerrero, respectivamente; el segundo de ellos, el relato de un imaginario atentado perpetrado por el «comando de la piedad inmanente» contra «la Sede Centralizada de Alta Seguridad de Depósitos Bancarios», que permite insertar el libro en el contexto de la actual crisis económica pese a que sus fechas de escritura la antecedan.

Precisamente con estos materiales crematísticos se relaciona el segundo bloque de cada poema, formado por breves canciones reiterativas en verso proyectivo que ora se adentran en lo económico («el trabajo os hará libres / en tanto en cuanto en tanto»), ora en lo religioso («no pertenecen a nuestra fe / algo habrán hecho»): es la voz del colectivo, el mensaje de su cínica corrección política; la voz del verdugo, sea o no ejecutor, hecha carne social: «así está escrito / yo siempre lo he dicho / (risas sarcásticas) / qué le vamos a hacer».

Por último, el tercer bloque se contrapone a los otros dos dando cuerpo a la figura del escriba, un trasunto del autor, como viene a serlo también el arpista al que las víctimas instan a buscar «la música», «el acorde final», el orden para huir del caos. Sin embargo, el escriba no puede concertar por sí solo la armonía; de hecho, en el último poema se dice que «ha encontrado la pieza / que faltaba en el arpa pero no / sabe qué hacer con ella». Él sólo es el depositario de «la voz del no poder / y su lengua, el decir», así que su único compromiso se resume en esta sentencia: «Escrito está mil veces, / escríbelo de nuevo: / hay que escribirlo aún todo». Para que un nuevo «hágase» que desoriente «a los verdugos» sea posible, pues «lo más sagrado», concluye, «exige reinvención».