Ha sido un año muy difícil para la Ópera de Oviedo. Los recortes de las administraciones públicas, demoledores, hacen que el panorama sea sombrío. Salvo el apoyo rocoso e inmune a la crisis -al menos de momento- del Ayuntamiento de la capital, ni el Ministerio de Cultura en su salvaje y general disminución de las ayudas -excepto los privilegiados Real y Liceo, que tienen trato especial y menos castigo que el resto con el cuento chino de que el Ministerio está en sus patronatos-, ni el Gobierno del Principado de Asturias -pese a las promesas de que igualará la ayuda por otros conceptos- se han salvado de la quema. Conviene repetir como un mantra que no hay en España otra Administración regional tan tacaña con su propia Temporada de Ópera. Lo fue de forma escandalosa en las vacas gordas y ahora, de forma más disimulada, en la escasez. Y eso pese a los ojitos de cordero degollado de los directivos de la entidad hacia los regidores autonómicos, a los que miman, cual hijo pródigo, a la espera de un maná que nunca llega. Con respecto al Gobierno central y sus peculiares sistemas de ayudas, hay que resaltar que la temporada de Oviedo contrata a un aluvión de artistas españoles -en roles principales y secundarios- y en responsabilidades musicales y escénicas frente a algunos teatros españoles en los que el dinero va a parar en su mayor parte hacia intérpretes y directores foráneos. Todo un ejemplo de coherencia, como acostumbra, del Ministerio de Cultura, cuyos responsables luego van dando lecciones, y en las instituciones que de ellos dependen se hace todo al revés, algo gravísimo en pleno huracán de la crisis.

Pese a las carencias, este año hay cosas buenas que destacar. A la fuerza ahorcan, y la Fundación Ópera de Oviedo se ha movido muy bien en el ámbito del mecenazgo. Tiene a favor la vertiente social de la temporada, que atrae empresas y a todo aquel deseoso de «entrar en sociedad». Esto hay que aprovecharlo al máximo. Es un activo que tiene mucho recorrido. La labor de captación de micromecenazgo, la extensión a otras disciplinas artísticas, el trabajo en las redes sociales y otras iniciativas han comenzado con buen pie y pueden ser, a medio plazo, un gran éxito. Junto a ello hay que resaltar la fidelidad de un público que paga casi el sesenta por ciento del coste del espectáculo, algo inaudito ¡en Europa! Es un aval impagable y la gran fuerza que la ópera tiene frente a los ataques externos.

Desde el punto de vista artístico, todo transcurrió sin mayores sobresaltos. No se alcanzó la excelencia del año pasado en Norma o Peter Grimes, pero tampoco hubo ningún título que bajase el listón de calidad de forma significativa. Asistimos a una buena temporada y, valorada en función del presupuesto global, a una excelente propuesta de conjunto.

El ciclo empezó en septiembre con Werther, y no lo hizo con buen pie. Pese a que, a priori, había expectación, los resultados no fueron los que se suponían. José Bros cumplió con su honestidad habitual y también Nancy Fabiola Herrera se esforzó como Charlotte, pero al frío balance final no le ayudó una escenografía nefasta sobre la que Guy Joosten tejió una trama tensa pero que no convenció. La temporada levantó el vuelo en octubre con Lucia di Lammermoor, en la conocida producción de Sagi que tan bien funciona. Marzio Conti debutó con acierto en el foso del Campoamor y Mariola Cantarero, Arturo Chacón-Cruz y Dalibor Jenis fueron grandes triunfadores.

En noviembre, con recursos de la casa, y casi sin medios, Susana Gómez volvió a sacar petróleo de las piedras con una versión escénica de Turandot muy bien resuelta. Desde el foso la lectura efectista de Gianluca Marcianò sorprendió de forma positiva, y vocalmente Elisabete Matos, Eri Nakamura, Stuart Neill y Kurt Rydl sacaron adelante el título sin problemas. A mi modo de ver, la propuesta más compacta llegó en diciembre con Agrippina. La fascinante propuesta escénica de Mariame Clément, que llevó la acción a los soap opera americanos, fue arrolladora desde el punto de vista de la inventiva. Las intrigas por el poder, con el sexo como argumento esencial de la obra de Haendel, encajaron en los dramas de Texas con total naturalidad. Además, un lujo total pasó un tanto desapercibido, los vídeos de Momme Hinrich y Torge Möller han sido uno de los elementos de modernidad de mayor calado que se han visto en un teatro asturiano en bastante tiempo. El dúo de artistas trabaja junto a los grandes artistas escénicos de Europa. Son rompedores, icónicamente de enorme impacto y creatividad fecunda. Su trabajo en Agrippina fue esencial para dar credibilidad al rodaje del telefilme en el que todo se convirtió, y el final del drama, con resolución videográfica, deslumbrante. Es un nivel de calidad muy por encima de otras supuestas aventuras contemporáneas que nos cuelan en otros ámbitos artísticos de la región a precio, público claro está, de oro. Del elenco hay que destacar a Anna Bonitatibus, Pietro Spagnoli, Elena Tsallagova, Serena Malfi y Xavier Sabata y también la dirección musical de Benjamin Bayl.

Y como colofón, aún en funciones, el Don Carlo de Verdi con el trabajo dramatúrgico limpio y clasicista de Giancarlo del Monaco, el buen criterio a la batuta de Corrado Rovaris y tres españoles triunfando a alto nivel: Juan Jesús Rodríguez, Ainhoa Arteta y Felipe Bou. Junto a ellos el italiano Stefano Seco. Reivindican la madurez de una generación intermedia que va tomando el relevo de sus ilustres predecesores.