El escritor Bruce Chatwin (1940-1989) pasó su corta existencia pensando que la vida estaba en otro lado, por ejemplo en las antípodas, de manera que allá donde se encuentre es presumible que siga dando tumbos o haciendo trekking.

El día de su muerte, hace ya veinticuatro años -parece como si hubiera sido ayer-, coincidió con el anuncio de la fatwa contra Salman Rushdie, uno de sus mejores amigos que, pese a las medidas de seguridad, quiso estar presente en el funeral que se celebró en la catedral ortodoxa Santa Sofía, en Bayswater, Londres. Un asistente al sepelio le preguntó al editor Tom Maschler, de Jonathan Cape, que por entonces lucía un buen bronceado, si era el autor de Los versos satánicos. Maschler respondió que no y por si acaso señaló a Harold Pinter que se hallaba no demasiado lejos. A Chatwin le habría hecho gracia la anécdota; algunos de quienes lo conocieron, entre ellos el gran escritor de viajes Patrick Leigh Fermor, dicen de él que era un tipo divertido de acusado sentido del humor. Algo cabezón como revelan las fotos y de ojos azules, tenía una penetrante mirada, a veces misteriosa, en otras ocasiones angelical. En cualquier caso, siempre atractiva: gustaba a hombres y mujeres por igual, aunque sentía mayor inclinación por los primeros. No resultaba nada fácil quitarle la vista de encima.

Precisamente fue Chatwin con quien Rushdie había ascendido cinco años antes al Ayers Rock, en un peregrinaje por el desierto rojo de Australia que inspiró Los trazos de la canción. Mientras el primero trepaba como si se tratase de la cuesta más ligera del mundo, el segundo lo hacía a duras penas. Poco tiempo después la Roca había pasado a ser territorio sagrado de los aborígenes, la llamaban Uluru, y ya no se permitía a los excursionistas acceder a ella. A la vuelta de ese viaje, Rushdie decidió escribir la obra que más tarde y durante años le privaría de libertad al tener que esconderse de la amenaza islamista. En aquel funeral, Martin Amis saludó a Rushdie mostrándole su preocupación y Paul Theroux, que se sentaba en un banco detrás, bromeó, como se cuenta en Joseph Anton, con el escritor angloindio: «Supongo que la semana que viene estaremos aquí por ti, Salman». A escasos metros del féretro de su amigo, el autor que desató las iras de Jomeini sufrió un repentino escalofrío.

Maschler suele recordar que Chatwin pertenecía a la misma generación del Triunvirato -Amis, McEwan y Barnes- y que gozaba de un talento comparable. Nicholas Shakespeare, uno de sus biógrafos, cuenta que a pesar de ese talento su carácter polifacético hizo probablemente que tras su muerte amigos, críticos y lectores se pusieran poco de acuerdo a la hora de juzgarlo como escritor. Se dice que los editores -Maschler, pese al afecto que le profesaba, jamás lo negó- siempre sostuvieron que el autor de Los trazos de la canción, indiscutiblemente su mayor obra, nunca les dio lo que pedían. O quizás lo que pensaron podía llegar a darles. Conversador brillante e ingenioso, sabía seducir con sus palabras, tenía grandes conocimientos sobre cualquier materia, fundamentalmente historia y arqueología, y era un gran observador de todo aquello que se presentaba ante la vista y que anotaba en sus cuadernos Moleskine. Sin embargo, son muchos los que sostienen, entre quienes tuvieron oportunidad de disfrutar de su fluida conversación, que en los libros no lo contaba todo.

Su manera de escribir en dos palabras conjugaba una prosa clara y, al mismo tiempo, intensa que le valió el respeto de W. G. Sebald, cuyo estilo prefiguró al igual que el de otros muchos autores que vinieron después y que se mueven en un territorio literario inclasificable que no admite género. Cuando todavía trabajaba en Sotheby's, rastreando objetos de anticuario, nadie pensaba que podría colocar una palabra detrás de otra, hasta que empezó a firmar como cronista en el «Sunday Times». Otro de sus grandes amigos Gregor Von Rezzori, a cuya torre toscana se retiraba a veces buscando calma para los libros, incluyó en su Anecdotario que ninguno entonces habría pensado que Chatwin fuese capaz de escribir algo más que su nombre. Las cartas de Bruce Chatwin, seleccionadas y editadas por la que fue su esposa, Elizabeth, y por Nicholas Shakespeare, han visto ahora la luz gracias a Sexto Piso con el título de Bajo el sol. El libro contiene correspondencia a través de cuatro décadas, desde que el escritor residía en un internado hasta las últimas misivas dictadas en el lecho de muerte. Abarca el período en el Marlborough College y como niño prodigio en Sotheby's de Londres, donde a los 20 años se convirtió en uno de los más acreditados expertos en antigüedades y arte moderno. También el tiempo que pasó en Edimburgo, en el «Sunday Times» y sus andanzas en solitario por todo el mundo: la citada Australia, Benín (El virrey de Ouidah), Argentina (En la Patagonia) o Gales (Colina negra), y cualquier otro lugar adonde se dirigieron sus pasos en la vida hasta caer debido a una enfermedad mortal que primero se atribuyó a un misterioso hongo contraído supuestamente en China y posteriormente al sida. Probablemente murió de ambas cosas y paralizado por las continuas transfusiones de sangre. Él no sabía todo lo que le pasaba y decidió que la culpa de su malestar descansase en ellas.

A medida que se publicaban sus libros iban surgiendo los nombres dignos de figurar en negrita: los directores de cine Werner Herzog y James Ivory, que fue su amante en remotas cabañas, Jacqueline Onasis, Roberto Calasso, Paul Theroux y Susan Sontag, con quien compartió aficiones gastronómicas. «Bruce era la única persona que podía invitar a comer un hakka (salteado taiwanés a base de intestinos)», dejó anotado la escritora americana. La última de sus obras, Utz, elogiada por Alberto Moravia en una generosa crítica, la escribió con mucho esfuerzo y figuró entre las aspirantes al Booker junto a Los versos satánicos y otras cuatro. Estuvo tentado a asistir a la cena del Guildhall, pero al enterarse de que no había ganado y débil como se encontraba por culpa de la enfermedad decidió ahorrárselo.

Podría decirse, recurriendo a un fácil juego de palabras, que no hay nada nuevo bajo el sol en la correspondencia de Chatwin. Que todo lo que revela y se puede considerar bueno ya se conocía por las biografías de Nicholas Shakespeare, Susannah Clap, o por él mismo; y que lo realmente nuevo apenas aporta algo sustancioso. Pero sería pecar de injusto. Bajo el sol ayuda a entender los momentos anímicos del escritor que explican su obra y también la huida permanente hacia adelante en busca de libertad. Contiene, y eso por si sólo ya justificaría su lectura, las bellas palabras de su amigo Michael Ignatieff, que lo visitó en un estado hipomaníaco, y decidió despedirse de él escribiendo tras escuchar la perorata angustiada del moribundo: «(?) Puede que sencillamente exprese el lamento de un amigo por perderte a manos de una gran ola de convicción, de una ráfaga de certeza, que me deja aquí clavado, mientras a ti se te lleva muy lejos. En ese caso, sólo me queda agitar la mano para desearte buen viaje».

Encierra, además, la historia de extraños afectos, mejor dicho la relación de amor-odio que mantuvo con la mujer con quien se casó en 1965 y a la que en nombre de esa libertad no dejó de humillar. Mientras viajaba, Elizabeth se quedaba esperando con una imagen de Kipling presidiendo el aparador de la cocina: «El gato que pasea solo», y con la compañía de unas ovejas de las montañas Negras de Gales que le habían regalado. Bruce y Elizabeth Chatwin pasaron separados la mayor parte de sus vidas de casados y se separaron formalmente por un tiempo hasta que ella volvió para cuidarlo en su enfermedad hasta el fin de los días.

Cuando ya presentía el final, le dijo a Herzog, que lo fue a visitar al castillo de Seillans, que se moría, y el cineasta le respondió que sí, que era consciente de ello. Entonces, le ofreció su mochila. Para aquel nómada dorado, darle el testigo a alguien no era precisamente una misión sencilla.