Difícilmente podríamos encontrar en la pintura española una práctica artística tan flexible, personal e imaginativa como la que Ricardo Mojardín lleva a cabo. Captado por una idea temática particularmente afín a su sentir existencial y cultural, desarrolla a partir de ella una peculiar metodología plástica que suele resultar heterodoxa, ecléctica y bastante seductora, para crear series de pinturas a las que incorpora distintos juegos conceptuales y formales, guiños u homenajes a creaciones literarias o del arte plástico, y maneras expresivas propias de diferentes técnicas y tendencias. Si a eso añadimos las «sombras íntimas», su implicación sentimental en los motivos, el resultado es una obra novedosa y estimulantemente alternativa a cualquier tradición figurativa, fruto de la reflexión, la indagación lingüística y un entendimiento personal y diferente sobre la naturaleza del arte.

En las series que Ricardo Mojardín pinta, aparte de indagaciones de interior como los Autorretratos en sombra, casi siempre están implicadas, y con protagonismo, algunas grandes obras de la historia de la pintura. Sucedió eso por ejemplo en aquella famosa serie, luego imitada a nivel nacional, en la que hacía desaparecer las figuras para reproducir el resto de la composición, con inquietantes y sugestivos resultados. Pero lo más interesante, y más ampliamente tratado, es la vinculación entre la creación pictórica y el mundo animal, temática en la actualidad casi exclusiva, que parte del intento, utópico o no, vaya usted a saber, de dignificación de la figura del animal y desmitificación de la humana, y en concreto la indiferencia ante el arte por parte de algunos humanos y la posibilidad artística por parte de los animales. Algo que puede resumirse en una palabra carismática inspirada en el dogma hindú de las vidas anteriores: Karmanimal.

No me resisto a recordar al aficionado al arte algunas de estas series: «Autorretratos en la cuadra», «Historia del arte para vacas», «Karmanimal en el prado», «Karmanimal Muu», el homenaje a la liebre de Durero con conejos vivos o infografiados, los «monos sapiens», filósofos o abogados simiescos, la más reciente «Cave canem», con la reproducción de perros que son parte de cuadros famosos en la historia del arte y que tuvo una espectacular instalación en el Campo San Francisco o, en fin, los «Biotopos», licencia poética para titular la serie destinada a investigar minuciosamente, y designar con sus nombres científicos, los biotipos o especies animales características del entorno en el que se enclavan los museos más importantes del mundo, serie que precisamente se inició en el 2009 con un grabado de la Tate Modern de Londres y sus «biotopos» -hormigas, ratas o carpas del Támesis entre muchos otros- que sirvió como felicitación a sus lectores por parte de LA NUEVA ESPAÑA en las Navidades de aquel año.

Pero ahora, en ese particular universo creativo, adquiere protagonismo el retrato como género, sin más aditamentos, y posiblemente sea esa circunstancia, cuando la pintura se aleja de distracciones instalacionistas, guiños, ironías y fabulaciones filosóficas, lo que nos hace reparar más detenidamente, repensar, en lo muy buen pintor que verdaderamente es Ricardo Mojardín. Así, en las distancias cortas, frente a esos pequeños cuadros en hilera, retratos de personajes sean de la familia humana del artista, su autorretrato, o de la más variopinta representación de su familia del mundo animal, nos complacemos en disfrutar de la maestría de su factura pictórica, esa especie de naturalismo preimpresionista velazqueño o barroco nórdico animalista, la elegancia de la pincelada y la riqueza y sutilidad cromática en todo caso. Una delicia esta galería de retratos de familia de Mojardín.