Una amiga mía está escribiendo una novela sobre una urbanita insatisfecha con su vida que viaja a la selva tropical para encontrarse a sí misma.

-¡Qué historia tan manida y convencional! -me dice alguien.

-Puede, pero ya sabes que no hay historias buenas o malas, sino bien o mal contadas.

Digo esto para salir en defensa de mi amiga, pero no estoy nada segura de que sea así. Aunque queda mal decirlo entre intelectuales, una parte de mí está convencida de que hay historias mejores que otras, independientemente de cómo estén contadas, y de que una buena historia tiene valor por sí misma.

Sé que las «buenas historias» suelen ser sinónimo de literatura comercial, quizá porque se las confunde con las historias rocambolescas o repletas de ingredientes, como si fueran un guiso complicado: amores prohibidos, traiciones, muertes misteriosas, mujeres bellas y malvados de película. Y también sé que hay obras maestras a las que apenas sostiene una trama y parecen avanzar en el vacío, como El hombre sin atributos de Musil.

Es bien sabido que Gustave Flaubert torturó a sus mejores amigos durante cuatro días leyéndoles en voz alta la primera versión de una historia fantástica y exótica: Las tentaciones de San Antonio. Incapaces de despacharlo con una mentira piadosa, le dijeron la verdad: debía quemar aquel manuscrito y escribir una historia «normal». Fue así como Flaubert hizo de un vulgar adulterio burgués su obra maestra. Sin embargo, le atraían más esas otras historias que arrancan al lector de su anodino presente para impulsarlo a mundos imaginarios. La prueba es que con los años volvería sobre sus abandonadas Tentaciones para revisar el manuscrito y reducir su extensión. Y por si con eso no fuera suficiente, le añadió todavía la retorcida novela Salambó, cuya trama transcurre durante la primera guerra púnica, nada menos. Pero de cara a la posteridad, fue la vulgar burguesa de provincias Emma Bovary la que triunfó sobre su exótica cartaginesa.

Aun así, insisto, hay historias sencillamente buenas. Y a menudo nos las ofrece en bandeja la misma realidad. No hace mucho se habló en los periódicos de un avión británico de combate hallado en el desierto del Sahara setenta años después de que lo dieran por desaparecido. El aire seco lo había conservado todo prácticamente intacto, menos al piloto, que en su desesperación parece que se internó en el desierto confiando en encontrar ayuda. Antes había improvisado una tienda de campaña con su paracaídas para protegerse del sol y había tratado de reparar la radio del avión confiando en poder comunicarse con la base. Todo estaba ahí, como las piezas de un puzle que configura su relato: los restos del paracaídas, la radio fuera del avión, los agujeros de las balas que lo derribaron... Incluso tenemos el nombre del infortunado aviador: Dennis Copping. La literatura podría aportar todos los detalles que aún desconocemos: el pánico de Dennis al sentir el impacto de bala, sus pensamientos mientras deambulaba sediento entre las dunas, lo que sintieron sus camaradas cuando supieron que cayó, las consecuencias que la desaparición tuvo para su familia, lo que experimentó la persona que hoy, setenta años después, tuvo por primera vez ante sí el escenario de una tragedia.

No sé qué opinarán ustedes, pero a mí me parece una historia tan buena que no se me ocurre cómo alguien podría contarla mal.