Hace algún tiempo, Santiago Lara declaraba que sus alegorías no son premeditadas sino fruto del subconsciente, y que él mismo empieza a interpretarlas cuando ya están siendo pintadas. Resulta especialmente interesante esta circunstancia, la función del subconsciente y su proyección en la pintura, ante la evolución de la obra de este artista tan radicalmente original e intrigante, tan a primera vista denso de concepto, que expresa la visión de un mundo propio a través de personalísimas mitologías y morfologías, una imaginería llena de asociaciones y situaciones fantásticas, figuras simbólicas, seres anónimos o híbridos, inciertos ceremoniales que pueden estar entre la tragedia y la farsa, la metáfora o la ironía y siempre la incertidumbre. Todo ello pintado con un arte sólido, compacto, también extraño, que puede exigirnos una nueva manera de pensar o ver la pintura.

Santiago Lara (Tomelloso, 1975), formado artísticamente en buena parte en Alemania y residente en Asturias desde hace tiempo, bien puede tener su antecedente en las tendencias de reivindicación de la pintura figurativa de los años ochenta, tras el cansancio del minimalismo: el neoexpresionismo y, en cierto modo, la transvanguardia. A partir de ahí, es la suya una pintura excéntrica, que incorpora un peculiar surrealismo desde el sentido de lo absurdo y maneras de la moderna figuración centroeuropea, para una creación libre, ecléctica y de intención alegórica. Recordamos sus iniciales exposiciones, marcadas por la reflexión sobre la condición humana y su relación-colisión con la naturaleza, la alienación y el deterioro producido por la industrialización. Una pintura poblada de personajes grotescamente deformados, híbridos de lo humano y lo vegetal orgánico, expresivas y coloristas fabulaciones que tuvieron luego prolongación en una breve etapa en la que aparecían escenarios urbanos e imágenes más completamente construidas e hipertrofiadas, fueran edificios o aquellos pies enormes de la exposición «Con los pies desnudos».

Pienso que fue aquella una etapa de transición porque hace un par de años aparecía Santiago Lara con una clara evolución de estilo, determinada por los nuevos conceptos de base, sin afectar a su formalización plástica, en la que ahora profundiza. Apartado de aquella más obvia preocupación existencial, la significación alegórica de su pintura, ya al margen de denuncias más o menos tópicas de índole social, se hace más ambigua y sutil, más comprometida con lo puramente pictórico, más amable y sugestiva también. Los enigmáticos escenarios, como en la exposición de 2011, son paisajes anónimos poblados de árboles negros o blancos, sin hojas, como construidos para un cuento de hadas, como esqueletos de árbol o percheros de pesadilla para lechuzas. Y los personajes no llevan máscaras de lobo o el cabello ocultando su rostro, sencillamente no tienen rostro, incorporan en cambio cámaras fotográficas o de vídeo que recogen y almacenan visiones que sus ojos nunca verán y llevan ropas que son como caparazones de cuerpos inexistentes, también una metáfora de alienación. Pero luego están esas pinturas de soldados, las del fuerte del rey rinoceronte, las del caballo de Troya, las de furtivos cazadores entre ectoplasmáticos fantasmas, los de lanzas de la rendición de Breda, o las huestes de Caronte llevando las almas a través del río Estigia en una piragua apache. Y esas arqueologías que ilustran ceremoniales o alusiones militares, atractivas disciplinadas y sin el dramatismo de los anteriores seres desconectados, que son narrativas pinturas que esperan interpretación del espectador.

Mención aparte, y destacada, merecen las creaciones del colectivo Laramascoto, formado por el pintor y Beatriz Coto (Gijón, 1977), que combinan dibujos realizados sobre la pared y completados con otros exquisitos dibujos de animación filmados y proyectados que se incorporan a la figura pintada para formar con ella una misma pieza artística en la que se consuma un nuevo proceso de hibridación, entre lo tecnológico y lo fabuladoramente animal o humano. Son novedosos y fascinantes artilugios que los artistas instalan en la galería, y en su caso en el domicilio de un posible aficionado al arte interesado, como una muestra de las posibilidades de las nuevas tecnologías en el arte plástico.