Una persona es alguien que se hace oír, un personaje, al final. En su etimología, la voz «persona» nace asociada a los orígenes del teatro, a aquellas tragedias en las que los actores recalcaban sus rasgos y su presencia escénica a través de alzas (coturnos) y unas máscaras con doble función. Subrayaban los rasgos del personaje pero funcionaban también como un amplificador de señal que hacía que su voz resonase a través de aquellas caretas y se escuchara con más fuerza. Esas máscaras se llamaban así, «persona», porque la voz se escuchaba a través de ellas, «per se sonans». Bien. En la vida, y en el arte, cada actor trata también de calzarse unas botas apropiadas, enfundarse la camiseta propicia y ponerse la máscara que le identifique entre la multitud. Hacerse un nombre. El proceso de construcción del personaje, inevitable e inconsciente en la mayoría de los individuos, suele ser tarea principal entre los artistas, aunque pocas veces lo admitan o quieran hablar demasiado sobre ello. Por eso la exhibición de estos recorridos, creo, es la principal virtud de El arte de mentir, primera incursión seria de Igor Paskual (San Sebastián, 1975) en el mundo literario tras una primera juventud dedicada casi en exclusiva al rock'n'roll.

De Igor Paskual, que pasó la infancia en Avilés, se crió adolescente en Oviedo y se exilió en Gijón para entrar en la edad adulta, conocíamos por aquí su carrera de glam star con sus Babylon Chât en los noventa, su ascenso a la primera división de la escena musical como escudero (guitarra, compositor, director de banda) de Loquillo y, desde hace poco, una carrera en solitario que de momento ha dado para el disco Equilibrio inestable. Ahora, a través de la editorial Difácil, el Igor Paskual músico de rock se presenta también como el chico cultivado que es, un hombre de letras hablando de sus hazañas con la espada.

El arte de mentir es en realidad un cuaderno de notas, un volumen miscelánea donde se mezclan, principalmente, tres bloques. Una parte de los capítulos se corresponden a los tiempos de los primeros «Babylon Chât» y funcionan como antimemorias de una rock star que no llegó a serlo en la forma en que lo había soñado. Otro bloque, generoso en detalles, amplio en paginación y abonado para alimentar morbos, son las memorias sexuales, raras en su sinceridad para el habitual pudor patrio. Y el tercer tipo de materiales, junto a algunos apuntes vitales más genéricos, son los referidos al rock desde el punto de vista del erudito: reseñas de conciertos, juicios a artistas y balances de giras transoceánicas con Loquillo y los suyos.

Tal variedad y tal arrojo para firmar unas memorias desde la treintena ya mediada hacen que El arte de mentir sea divertido y provoque reacciones serias. No hay medias tintas para el lector ante la superioridad insultante con la que a veces se comporta el autor implícito y el autor real de estas páginas. Con todo, de regreso a las máscaras y las personas, lo que más me ha interesado es la forma en que Igor Paskual descubre aquí la construcción de su personaje. Deja, claro, algunas claves fuera, porque en el arte, ya se dijo, si lo cuentas todo se estropea. Pero ofrece en su conjunto material suficiente para ver el «work in progress» de un músico de rock y un artista en un interesante punto intermedio de su carrera. Por lo que dice y también por lo que representa el propio libro en su carrera. Estas cartas de un joven rockero, en resumen, agradarán a las groupies, escandalizarán a las abuelas, sonrojarán a los nietos y supondrán un hito en una escena nacional tan curada de espantos y tan narcotizada. Puro Igor Paskual. Ojo.