Toda biografía, aun la de factura más desapasionada, incurre en algún tipo de perspectivismo. En ocasiones se parte de una opinión ya elaborada sobre el personaje protagonista del texto; en otras, el punto de vista se va aquilatando o modificando cuando creemos que tenemos los datos sustanciales, las pruebas de la verdad, los trazos seguros que dibujan el retrato que creemos certero. Lo insatisfactorio de El zorro rojo. La vida de Santiago Carrillo, el trabajo que el historiador Paul Preston (Liverpool, 1946) dedica a quien fuera secretario general del PCE entre 1960 y 1982 y uno de los políticos fundamentales para explicar la transición española a la democracia, es la evidente animadversión que el prestigioso hispanista muestra por su biografiado en casi cada una de las 330 páginas (sin notas) de su apresurado libro, cuyo título en inglés -conviene subrayarlo, pues es ya indicativo de las intenciones de su autor- es El último estalinista.

Preston admite en el prólogo de su biografía, publicada por Debate apenas medio año después del fallecimiento de Carrillo (murió el pasado 28 de octubre en Madrid, a los 97 años), que el controvertido líder comunista «fue probablemente el enemigo izquierdista más consistente del dictador (Franco)», pero, aun reconociéndole algunas cualidades (inteligencia, astucia, capacidad de trabajo, aguante, ímpetu, destreza en la oratoria, capacidad para la escritura y, extrañamente, «optimismo subjetivo»), la falsilla sobre la que escribe los seis capítulos y el epílogo de su obra es, sin que asome en su redacción sombra de duda o matiz, la misma. Para el autor de El holocausto español, Carrillo es un «ambicioso» y un «desleal», un ególatra intoxicado de maquiavelismo y deseos de poder que actuó como un autócrata (salva quizás algunos tramos de su aportación a la última restauración democrática española) hasta demoler el partido al que había dedicado la mayor parte de su vida. Su vejez la consagraría, según la caricatura que deja Preston en muchas de sus líneas, a maquillar mediante la prosa de la memoria las deshonestas huellas de un pasado turbio e incoherente con la imagen de estadista que quiso labrarse tras la muerte de Franco, en 1975.

El historiador inglés, que ha redactado estas páginas en el breve período que media desde la muerte de Carrillo (ha dicho que tenía recolectada la mayor parte de la información por sus investigaciones anteriores para escribir una historia de la oposición antifranquista), no cuenta nada que no supiéramos ya por él mismo (su plausible explicación de los crímenes de Paracuellos, la mancha que persiguió al dirigente comunista desde su regreso del exilio) o por otros libros importantes y críticos con el personaje: desde los imprescindibles Santiago Carrillo. Crónica de un secretario general, de Fernando Claudín, hasta la Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún, o Miseria y grandeza del Partido Comunista de España (1939-1985), de Gregorio Morán. Y Preston opta casi siempre por la versión en que Carrillo (afirma que las Memorias de éste son anodinas, cuando no una reconstrucción ficticia de los hechos) sale peor parado. Corrige, es cierto, alguna infame insensatez, como las vertidas por el prosoviético Eduardo Líster, quien llegó a asegurar que Carrillo había asesinado a su primera mujer, la también asturiana Asunción «Chon» Sánchez Tudela, pero, en general, da más validez a cualquier opinión o torcida interpretación que incida en los aspectos más siniestros de su personaje.

Leído El zorro rojo, y pese a los excesos y errores que asoman en la vida del que fuera líder del PCE, un estalinista que abrazó el eurocomunismo y teorizó superficialmente sobre el socialismo democrático -sin olvidar jamás sus maneras de «apparatchik» educado en los dogmas de la Komintern-, hay que darle la razón al catedrático de Ciencias Políticas Antonio Elorza, expulsado del PCE en 1981, cuando titula un reciente artículo («El País», 12 de abril) sobre el libro de Preston: «Carrillo, algo más que ambición y traición». Parece razonable pensar que no fue fruto de la casualidad el papel fundamental que, por méritos propios, desempeñaron el PCE y su secretario general antes y después de la muerte de Franco, hasta las elecciones generales de 1982 y la victoria por mayoría absoluta de los socialistas. Y habrá que convenir en que, junto al poco reconocido sacrificio de miles de militantes, ese peso decisivo fue resultado también de una serie de propuestas y orientaciones políticas en las que Carrillo tuvo siempre la última palabra y en las que está su sello: la reconciliación nacional, la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura, el pacto por la libertad? A la muerte de Franco, el partido mejor organizado en España era el PCE que Carrillo había dirigido desde las muy precarias condiciones que siguieron a la derrota republicana en 1939, cuando los comunistas se convirtieron en la principal y obsesiva preocupación del dictador.

Para Preston no hay un solo capítulo importante de la biografía de Carrillo (su distanciamiento de Largo Caballero, la unificación de las juventudes socialistas y comunistas, su actividad en la Junta de Defensa de Madrid, la durísima carta a su padre Wenceslao Carrillo, la presencia en el valle de Arán en las horas de la frustrada invasión guerrillera o, en fin, su ascenso en el PCE hasta hacerse con los resortes del poder interno) que no se explique por una calculada ambición personal de medro (el historiador utiliza el verbo «trepar»), con el único objetivo de la ocupación personal de la cúpula del comunismo español, al lado de Pasionaria. «Su máxima prioridad fue siempre el interés propio. En consecuencia, traicionó a camaradas y se adueñó de sus ideas. Dicho de otro modo, su ambición y la rigidez con la que la puso en práctica malbarataron los sacrificios y el heroísmo de decenas de miles de militantes que sufrieron en la lucha contra Franco», concluye Preston. Da la impresión de que el hispanista olvida en El zorro rojo que el subjetivismo es mal consejero cuando se quiere hacer una biografía ecuánime. Yo le recordaría otras palabras de su muy socorrido Claudín, nada sospechoso de carrillista: «Carrillo ha sido el representante máximo de este eclecticismo. Sentado entre dos sillas, entre los prosoviéticos y los eurocomunistas renovadores, acabó en el suelo, como ocurre frecuentemente cuando se adopta tan incómoda postura, arrastrando en su batacazo a todo el partido».