Ana Mladic decidió acabar con su vida cuando se dio cuenta de que había perdido la inocencia. La noche de 24 de marzo de 1994, tras regresar de un viaje a Moscú junto a unos compañeros de la Facultad de Medicina de Belgrado, se pegó un tiro en la sien con la pistola que a su padre le habían regalado unos compañeros de la Academia Militar y que él nunca había utilizado reservándola para celebrar el nacimiento de su primer nieto con disparos al aire. Su padre era el general Ratko Mladic, caudillo militar de la República Srpska, el monstruo de Srebrenica, juzgado por crímenes de guerra por el Tribunal de La Haya. La inocencia para Ana Mladic consistía en haber creído en la magnanimidad de la herencia genética, el serbianismo ( el inat) y en el monstruoso progenitor que le ofrecía la mano fuerte y sudorosa mientras bailaban danzas tradicionales en el comedor de su casa con el fin de establecer un puente con sus ancestros y sentirse unidos.

Para entender el matrimonio nacionalista serbio con sus pilares de fuego hay que remontarse en la historia. Los dos mitos más arraigados son el de los monasterios medievales, el arte y la magia, que simboliza Grachanitsa y Kosovo, el Campo de los Mirlos, donde los turcos destrozaron a las tropas del rey Lazar en 1389. La batalla selló el destino de Serbia, al menos, hasta la Primera Guerra Mundial. Seiscientos años después, mientras se cumplía el sexto centenario de la derrota y se derrumbaba el sistema comunista, un dirigente rechoncho de mejillas sonrosadas y verbo encendido, Slobodan Milosevic, se hacía cargo de aquello. Visitó el lugar y ante a la memoria del rey mártir, Lazar, juró que nunca más volverían a derrotar a su pueblo. Los serbios no han hecho otra cosa desde la batalla del Campo de los Mirlos que luchar contra los turcos. A finales de los ochenta y en los noventa el enemigo otomano se llamaba de otra forma, eran croatas o musulmanes bosnios, pero seguía pendiente el ajuste de cuentas con la historia.

La protagonista de La hija del Este, la novela con que Clara Usón acaba de obtener el Premio Nacional de la Crítica, fue una víctima de todo aquello. Del serbianismo que compartían los descendientes de Lazar, un sentimiento que les había permitido sobrevivir frente a la injusticia, aplastados primero por los turcos, sojuzgados por los austrohúngaros, los alemanes y los países occidentales que alentaban o se lavaban las manos ante la ruptura de Yugoslavia y la revuelta entre los eslavos del sur. El comunismo de la etapa de Tito, por otra parte, no había hecho más que arrojar sal sobre las viejas heridas, dando a los albaneses su propia provincia autónoma en Kosovo, el corazón de la vieja patria, y fomentando un espíritu integrador, que a la larga resultó un fracaso, entre las nacionalidades que poblaban la Federación y que despojaba a los serbios de sus derechos como pueblo mayoritario. «Nadie volverá a derrotarte», exclamó entonces Milosevic señalando con su dedo las colinas kosovares. El odio racial empezó a propagarse entre vecinos. Los croatas nacionalistas, impelidos también por el viento de la historia reciente que había hecho de los ustachas los más directos colaboradores de los nazis, hicieron el resto.

En La hija del Este, que pone la realidad al servicio de la ficción y al contrario, a Ana Mladic la acusan sus amigos no nacionalistas de creerse las patrañas de los medios que controla Milosevic, incluso aquella de que los croatas hacían collares con los dedos cortados de los niños serbios. Más tarde, los hechos demostraron que cualquier monstruosidad de aquella terrible guerra podría resultar creíble, pero ella se rebelaba contra todo lo que pusiese en duda la nobleza de los ideales de su pueblo. Esos ideales los encarnaba su padre, el hombre que con su mano estrechaba la suya y con la otra agarraba un pañuelo blanco mientras bailaban un kolo honrando la herencia genética de la nación desasistida por la historia. «¿Cómo se puede discutir eso? La identidad nacional es algo tan consustancial al ser humano como el amor de una madre por sus hijos». (pág. 49) Para la hija de Ratko Mladic, la patria era el amor y su padre el hombre que arrojaba certezas sobre la pasión y la fe que un día terminaría por desmoronarse.

Ese día sucedió precisamente cuando Ana Mladic, aquella joven alegre y confiada de 23 años, leyó cosas sobre el «héroe» de los serbios, que nunca se habría podido imaginar. Se le vino abajo el dogma. Ratko Mladic era para su hija el padre y, también, el único hombre sobre la tierra en quien confiar después de las decepciones cosechadas en el sexo opuesto, un par de novios incluidos.

La muerte de Ana contribuyó a alimentar la crueldad del carnicero de Srebrenica, que se negó a admitir la posibilidad de un suicidio; para él resultaba imposible creer que su hijita del alma, la misma niña que se emocionaba con el canto del guslar y la inenarrable mística del pueblo ultrajado, disparase la pistola que él tenía reservada para celebrar el curso sagrado de la descendencia chetnick. Antes de ser extraditado a La Haya, Ratko Mladic pidió que se le permitiera visitar por última vez la tumba de su hija. «Si no, que me traigan el ataúd a la cárcel», cuenta la propia Clara Usón que bramó.