La historia de la literatura puede leerse también como otra Comedia humana, más inabarcable que la de Balzac, y más llena de peripecias banales y extraordinarias, de personajes extraordinarios o simplemente curiosos.

Guillermo de Torre, nacido con el siglo XX, fue un adolescente enfervorizado que quiso echar abajo toda la tradición literaria y comenzar de cero. Discípulo predilecto de Cansinos Assens, enemigo encarnizado de Vicente Huidobro, fue uno de los fundadores del ultraísmo y el enlace con las plurales vanguardias que en aquellos febriles años de entreguerras surgían más allá de nuestras fronteras.

Aún no había cumplido veinte años y ya era detestado con esa intensidad que sólo se reserva a los triunfadores, a quienes nos hacen sombra, a quienes amenazan con segarnos la hierba bajo los pies. Cansinos Assens, que se cansó pronto de la aventura ultraísta para volver a sus erudiciones y a sus fervores judaicos, lo convirtió en uno de los personajes de su novela El movimiento V. P., ajuste de cuentas con la vanguardia.

Su renovadora labor poética, llena de esdrújulos y de neologismos y de ingenuos caligramas, la reunió Guillermo de Torre en Hélices, aparecido en 1923, el mismo año en que Jorge Luis Borges, otro activo militante del ultra, publicaba Fervor de Buenos Aires. Uno de esos libros concluía una etapa, el otro iniciaba una nueva abjurando del «error ultraísta».

«Hélices» es un libro hermoso, un objeto de coleccionista, una muestra de la fértil relación entre escritores y artistas plásticos que caracterizó los años veinte. Hoy leemos las tentativas poéticas de Guillermo de Torre con más benevolencia que en su tiempo. En una carta de 1945, Juan Ramón Jiménez se disculpa por no haber publicado los poemas que le envió para su revista Índice; Guillermo de Torre, que ya es alguien muy distinto, uno de los más respetados críticos y editores, todavía respira por la herida: «Otros, aun cultivando maneras que llamaré simplemente no tradicionales, chocantes, tuvieron más suerte en aquellos comienzos. ¿Acaso las poesías de Antonio Espina, por su descontorsionamiento de la visión y sus lindes con la payasada, las de Domenchina por su sequedad abstracta y su jerigonza verbal no se prestaban también a la reprobación absoluta, juzgándolas con un criterio parejo al que sufrieron mis experimentos?».

La poesía de Guillermo de Torre, de la que tantos se burlaron, no valía ni más ni menos que la mayoría de los experimentos de la época. Él tuvo la inteligencia de abandonarla pronto y convertirse en el más temprano analista de los «ismos». Su libro Literaturas europeas de vanguardia, de 1925, todavía nos sorprende por la inteligencia con que estudia movimientos que, en aquel momento, todavía muchos veían sólo como una broma.

Al Guillermo de Torre que quería poner el mundo patas arriba le sucedió muy pronto el crítico ponderado que está detrás de algunas de las empresas intelectuales sin las cuales la literatura de lengua española no sería lo que es: las revistas La Gaceta Literaria y Sur, la colección Austral, la editorial Losada.

«La aventura y el orden» tituló Guillermo de Torre uno de sus primeros libros publicados en el exilio; De la aventura al orden ha querido titular Domingo Ródenas esta excelente antología de sus escritos.

Los trabajos de crítica resisten mal el paso del tiempo si no son también literatura. Algunos de los artículos reunidos por Domingo Ródenas, autor de un excelente prólogo, ejemplo de la mejor erudición, son mera arqueología; otros incluso nos hacen sonreír piadosamente, como «El arte de un futuro indeseable», diatriba contra el cómic, que comienza contraponiendo la «indigencia y tosquedad» de los autores norteamericanos con la lucidez de los europeos: «Recuerdo así que, cuando en ocasión no lejana vimos comparecer en París, en el seno de un Congreso de Escritores, a William Faulkner, éste -en contraste con la arengas luminosas de un Malraux, un Madariaga, un Rougemont- sólo acertó a articular unas cuantas palabras rudimentarias y triviales».

Más que lo que Guillermo de Torre nos dice de León Felipe o de la novela española contemporánea, nos interesan sus fragmentos autobiográficos y memorialísticos. Su «Esquema de una autobiografía intelectual» nos hace lamentar que fuera sólo eso, un esquema, y no un libro completo.

Como en la Roma del soneto de Quevedo (y de tantos otros), también en los estudios literarios lo que más pronto cae y se olvida es lo que parecía más firme, mientras que «lo fugitivo permanece y dura».

A las doctas elucubraciones sobre la función de la crítica preferimos las anécdotas dispersas acá y allá; su encuentro con Picasso o con César Vallejo, su visión de Madrid tras la guerra, el recuerdo de su infancia en Pola de Gordón... Sin olvidar el puñado de cartas, recibidas y enviadas, que cierran cada una de las dos partes del volumen, la titulada «La aventura», que concluye en 1937, con el traslado a la Argentina, y la titulada «El orden», aunque orden y aventura hubo en todas las etapas de la trayectoria intelectual y vital de Guillermo de Torre, uno de los más fascinantes y paradójicos personajes de la novela de la literatura.