... de vagar eternamente y otra vez la tierra... la de la siembra, la de la floración, la de la cosecha madura y reposada. Y también la de las grandes flores, la de las flores suntuosas, la de las flores extrañas y desconocidas.

Así arranca una de las mejores novelas jamás escritas, una de esas obras que sí admiten sin discusión la etiqueta de maestras, porque encaran con éxito el monumental desafío de crear un universo íntimo a partir de un big bang creativo sin precedentes. Y que no admite copias ni herencias: Del tiempo y el río, de Thomas Wolfe. La editorial Piel de Zapa, de sugerente nombre balzaciano, acomete el admirable empeño de recuperar esta genialidad de las letras norteamericanas, entre cuyos defensores se encontraba William Faulkner. El mejor, para el gran Billy. Ni más. Ni menos. Una traducción impecable se aferra al implacable texto de Wolfe, cuyo titánico esfuerzo narrativo, truncado en plena juventud por un destino fatal, o quizás inevitable, necesita de un empeño también hercúleo para trasladar el aluvión de palabras a una lengua distinta sin ahogarse.

No siendo de lectura fácil, aunque tampoco hostil para el lector, Del tiempo y el río garantiza a quienes se adentran en sus dominios una experiencia inolvidable, de las que dejan huella. Hay libros que pueden cambiar vidas, y éste es uno de ellos. Quien lo empieza no es el mismo cuando lo acaba. La propuesta queda clara desde el comienzo: «Una leyenda sobre la ansiedad del hombre en su juventud». Leyenda. Ansiedad. Hombre. Juventud. Eso es: poesía en vena para forjar la crónica de un protagonista que hace las veces de emisario del propio Wolfe para contar su experiencia. Eugene Gant se lanza a vivir a tumba abierta, empujado por la imperiosa voluntad de ser escritor a toda costa. Desde la ingenuidad y desde el arrojo de quien se cree llamado a una misión artística irrenunciable, Gant es una esponja que lo absorbe todo, que observa cada detalle del mundo que le rodea para alimentar las calderas de su imaginación real, o de su realidad imaginada. Vivir, vivir, vivir. Sentir, compartir, sufrir. Una pasión desenfrenada que mantiene en estado de alerta los cinco sentidos para robar información que luego le sirva a la hora de llenar el papel de sensaciones, emociones y reflexiones. Sin dejarse avasallar por la prudencia o la mesura, Wolfe se deja llevar por la necesidad voluptuosa de abrir las compuertas y dejar que las palabras le abandonen con un estilo inimitable, una insólita mezcla de lirismo y precisión en la que no caben medias tintas. Ahí está todo: la soledad del artista, el atropello del tiempo, la melancolía inspiradora de quienes luchan contra el veneno de la creación sabiendo que nadie les comprenderá, el miedo al vacío que ni las palabras pueden llenar.