En la obra de August Strindberg (1849-1912) sobresalen dos tipos de luchas: la de clases y la de sexos. En La señorita Julia, seguramente su obra más famosa entre nosotros, la relación que se establece una noche de juerga entre una noble y un plebeyo amenaza la posición de ambos: la de él, por encontrarse más abajo en el escalafón social; la de ella, por ser mujer.

Casarse es una obra en dos partes, publicadas originalmente en 1884 y 1886, cuando Suecia era un país agrario y pobre que exportaba más personas que madera (entre 1865 y 1895 emigró más de un millón de personas de una población de menos de cinco millones de habitantes) y Strindberg veía desmoronarse su matrimonio con Siri von Essen, lo que se deja notar en las dos partes del libro. Si en el prólogo de la primera había cierta misoginia (ataca con gracia Casa de muñecas, pues cree que Ibsen realiza una caricatura deshonesta de la clase alta), ésta queda suavizada por la defensa final de los derechos de la mujer. La segunda parte, sin embargo, se abre con citas abiertamente misóginas de Schopenhauer y otros sabios; y las palabras del prólogo, leídas hoy, parecen propias de alguien a quien se le ha soltado algún tornillo (a Strindberg se le aflojaron algunos): «Cobrar por sus favores es un invento de la mujer. Como prostituta cobra por vez y como esposa por contrato»; «La mujer ama al hombre sólo con arreglo a las ventajas que él le brinda»; «Cuando un escritor superior tiene que esperar veinte años a que se represente una obra suya o a que se imprima un artículo de revista, entonces aparece una audaz zorra y lo consigue inmediatamente».

Y, sin embargo, pese a lo que hoy nos parece chiflada diatriba contra el feminismo en ese segundo prólogo (en su tiempo no lo parecería tanto), cuánta sabiduría, cuánto buen hacer, cuánto conocimiento del alma humana y las relaciones de pareja en cada uno de los treinta relatos de este libro, que diseccionan sin contemplaciones el estilo de vida y las preocupaciones de la burguesía de finales del siglo XIX. Y, sobre todo, qué capacidad la de Strindberg para traspasar el tiempo con lo que preocupa: llevar una buena vida, divertirse, casarse bien, ser capaz de mantener el hogar, no cargarse de hijos demasiado pronto... La carcasa de aquel mundo, con sus amanuenses, sus trabajadores de la Cámara de Comercio, sus profesores, sus militares y sus coches de caballos, nos queda un poco lejos, pero qué cerca algunas preguntas, como la que le formula el mayor a su futuro yerno cuando se presenta a pedir la mano de su hija en el relato «Amor y cereales»: «¿Cuánto ganas con extras incluidos? ¡Cifras! ¡Cifras! ¡Datos!»; y qué cerca también reflexiones como las del padre de familia sobrepasado por sus responsabilidades en «El pan»: «¿Y la fuente de todas las desgracias? ¡La falta de pan! ¡Y simultáneamente se derrumban las grandes empresas del Nuevo Mundo bajo el peso de unos recursos de trigo demasiado abundantes! ¡Un verdadero mundo de contradicciones! Tiene que haber, pues, un fallo en la forma en que el pan está distribuido».