El último libro de Jorge Ordaz es el primero. Este orden invertido es más que una endemoniada paradoja. Diabolicón es en realidad creatura nonata, a la que su autor pusiera remate allá por los finales de los setenta, pero el cierre de la editorial frustró la inminente aparición del que hubiera sido el primer libro de aquel joven profesor de Geología llegado de Barcelona, que pronto se revelaría como un valioso filón de la literatura asturiana: prolífico narrador, finalista del Herralde y el Nadal, erudito discreto. Treinta y pico años, pues, sin ver la luz, cosa natural si se considera la materia lucífuga que contiene; nada menos que un nutrido catálogo de diablos, ordenados alfabéticamente y agrupados en sus jerarquías de ángeles caídos: los terribles "superiores y mandamases", los inquietantes "intermedios y de oficios" y la entrañable patulea de los "menores y del montón".

Casi como un fósil literario del pasado, este libro es una cata geológica que nos devuelve a la falsa erudición de Borges en su Historia universal de la infamia, al archivo fantástico de las ciudades de Italo Calvino, al barroquismo ilustrado de Joan Perucho, al Cunqueiro más merliniano y nigromante. De ellos rescata Ordaz el omnipresente humor de estos repertorios apócrifos, que son tanto un homenaje a la imaginación pura como una parodia del saber, tantas veces edificado en la superposición de errores y el prestigio del argumento de autoridad. Pero, a la vez, la vuelta de los tiempos nos descubre la asombrosa actualidad de una obra que podría reflejarse en las delirantes enciclopedias biográficas de Bolaño o Vila-Matas.

Esta falsa erudición, que tanto exige saber, se consigue sobre un portentoso dominio de fuentes, veraces o verosímiles, que tanto monta, de toda suerte de quincallería paramoderna: Ramón Llull, Paracelso, Athanasius Kircher, Johannes Wier, Mariano Cubí, gnósticos, cabalistas, alquimistas, astrólogos, exorcistas y frenólogos comprobados, entre los que sorprendemos a veces la recta prosapia del saber: Francisco Suárez, Martín Delrío, Feijoo. Entre todos discuten la ortodoxia demonológica, en este diccionario enciclopédico donde las entradas añaden densa y jocosa bibliografía; bizantinismos que hoy nos parecen locura, entretenerse en espantar las moscas de la imaginación con el rabo de la razón. Entre todos estos diablos, y diablesas (la voraz Lilit; Meridiana, amante de papas), los hay "fehacientes" (Asmodeo, Belial, Leviatán, Lucifer...) e inventados, como Ígol, quien "atiende todos los días, salvo domingos, que libra" (página 50); el divertido Bibliofas, diablo-duende de las imprentas, quien es fama que trocó el texto piadoso del mercedario Padre Uclés "mujeres puras que podían a veces..." por un "mujeres putas que jodían a peces..."; o el diablo sastre Ismael Florito, extraído de Las crónicas del sochantre cunqueirianas, y que aún espera instalarse algún día en París. En todo caso, "lo cuenta Bayle, y es de fiar" (página 44).

En sus Sueños, Quevedo clamaba al verse condenado al Infierno y, suponía él, a la soledad eterna; hasta que llegando a las puertas del Hades descubre una interminable fila humana, en la que lo empiezan a reclamar alborozados conocidos y familiares. Así también, nada de esto nos es ajeno, para todos estos demonios hay un lector; todos estamos, al fin, en el repertorio. Y no se apresuren a la sonrisa literaria, sino a tomar y temer antes este libro por instrumento del Diablo, pues ya dijo Baudelaire que su mejor astucia es hacernos creer que no existe. Búsquenlo, si no, aquí; al grande y mayor, a Satanás, que todo lo confunde. No está, verdad. O quizá sí, y ande metido, como suele, a geólogo.