Siendo uno de los artistas más populares y prolíficos del siglo XX, Andy Warhol tiene áreas de su arrolladora creatividad que permanecen en una zona de neblina próxima al desconocimiento. El cine es la mayor de ellas. Y no porque su contacto con el Séptimo Arte fuera escaso o fugaz, de hecho, a partir de 1963, coincidiendo con su período más fructífero como pintor, su empeño como cineasta fue evidente. Una vocación, como era de esperar, al margen de los circuitos convencionales y con una búsqueda incansable de nuevos caminos que se tradujeron en una apuesta firme y rompedora por unos títulos minimalistas que hicieron de él una figura señera del estructuralismo cinematográfico. Cierto es que gozó de algún éxito de taquilla, como My hustler o Chelsea girls, con la que participó en el Festival de Cannes como invitado, pero siempre siguiendo la senda del arte más exigente como principio básico e irrenunciable con el que encarar sus proyectos. Pocos saben que su influencia en el cine actual sigue plenamente vigente (especialmente en el cine más combativo), e incluso en modelos televisivos como "Gran hermano". Contra ese desconocimiento actúa de forma rotunda el libro que Alberte Pagán publica en la imprescindible colección Signo e Imagen de Cátedra, y que arranca con un dato elocuente: "En los seis años que van de 1963 a 1968 Andy Warhol (1928-1987) rodó cerca de 300 horas de cine registradas en miles de bobinas y editadas en cientos de películas". Se dice pronto.

En mayo de 1965 llegó a anunciar su abandono de la pintura en favor del cine: "Las películas son más emocionantes". Pero en 1968 dejaría "a su vez de hacer cine, en parte debido al disparo que recibió de Valerie Solanas, que lo dejó al borde de la muerte y lo apartó de la comunidad de personajes, Solanas incluida, que constituía la materia prima de sus películas. Después de su estancia en el hospital sólo realizaría una película más, Blue movie". Ahí surge un curioso malentendido que asocia el nombre de Warhol como creador a la trilogía del hoy prácticamente olvidado Paul Morrissey, Flesh, Trash y Heat, cuando se limitó a producirlo y distribuirlo, y que es "una buena ilustración de lo que no es Andy Warhol", en palabras de Jonas Mekas. Es decir, cine con marca Warhol pero no con el arte de Warhol. Para empeorar las cosas, el propio Warhol quitó su obra de la circulación en 1972 argumentando con lucidez sarcástica que su cine "es mejor cuando se habla de él que cuando se ve". Las consecuencias de esa imposibilidad de ver las películas de Warhol han sido nefastas desde el punto de vista crítico, pues se ha escrito mucho y mal sobre ellas, con infinidad de errores repetidos de un autor a otro, descripciones engañosas o reflexiones que no se ajustan a la realidad. En el caso de sus obras mudas, es evidente que facilitan "la conceptualización, y el concepto resulta atractivo y útil para el análisis crítico-teórico. Las primeras películas de Warhol se utilizan más como pretextos para el debate teórico que como textos para el análisis crítico". El trabajo del autor es, pues, faraónico: reconstruir, como si de un puzle se tratara, una obra compleja y que se escapa a la clasificación convencional. Más si cabe cuando el propio Warhol dijo que "nuestras películas son como fragmentos. Nunca llegamos realmente a completar una película: todo forma parte de otra cosa". El estudio de esa "otra cosa" es fascinante, y este libro es buen ejemplo.