Con Julio Camba pasa como con aquellos lugares donde uno ha estado más de una docena o cien veces y quiere seguir estando. De manera que acude a ellos repetidamente para sentirse igual que si no hubiera salido de casa. Por eso, Antonio Muñoz Molina, en el prólogo de una edición recién publicada por Fórcola de las crónicas de viaje del periodista gallego, escribe que uno nunca se cansa de leerlo, como tampoco se cansa de escuchar las mejores canciones y de encontrar en ellas, en cada ocasión, nuevos matices. Le sobra razón a Muñoz Molina, igual que cuando mantiene que un artículo escrito por Camba tiene el efecto inmediato que lleva a leer otro.

La oportuna edición del profesor Francisco Fuster -siempre es oportuno ocuparse de las buenas lecturas- nos trae algunos de los grandes artículos de Camba que sus seguidores probablemente ya habrán leído, junto con otros muchos que no les serán tan familiares pero que apuesto doble contra sencillo no se cansarán de leer y pasarán a formar parte de manera ordenada de esa particular antología placentera y eterna. El libro de Fórcola, muy cuidado, incluye fotografías que permiten situar la obra en su contexto, y también agrupa por primera vez algunas de las crónicas que Camba escribió sobre Madrid. Además de ello, figuran muchas de las que le publicaron "La Correspondencia de España", "El Mundo", "El Sol", "La Tribuna", "Ahora" y "ABC" como corresponsal en las tempranas décadas del siglo pasado, desde Constantinopla, París, Londres, Milán, Roma, Nápoles, Florencia, Ginebra, Berlín y Nueva York.

En Turquía se estrena. A Alemania llega cuando aún faltan un par de años para el estallido de la Gran Guerra. Francia lo seduce por la melancolía y la buena mesa. En Inglaterra queda estupefacto, atónito, en medio de una inmensidad uniforme donde apenas existe proporción entre la ciudad y el individuo. A Italia la encuentra sensual, entretenida, bella, hasta maravillosa, pero lamenta que no sea del todo un país serio. Nueva York le atrae a pesar suyo. En Suiza se encuentra con un paisaje que invita al recogimiento, pero tan manoseado por los turistas que cualquier escritor desearía alejarse de él. Y, se sorprende, además, que en Suiza los suizos sean tan escasos como los esquimales en Madrid. Se trata, en general, de impresiones que podría tener cualquiera acerca de esos lugares cien años después. Pero hay que ver cómo profundiza en la jugada el periodista de Arosa.

Los artículos de Camba giran alrededor de los países, la gastronomía y la vida en general. Casi nada. Su humor derrocha lucidez: emerge de la gracia que tiene el autor para enlazar el sentido común con las cosas que pasan a su alrededor. La observación más aguda lleva a la reflexión más acertada. Como cuando escribe que un calvo en Alemania no es lo mismo que un calvo en Sevilla o que un tercer calvo cruzando en barca el Misisipí, porque, según él, las calvas alemanas semejan piezas que la imaginación podría desprender del organismo humano que las soporta. Seguro que no todo el mundo es capaz de establecer una conclusión así sobre una alopecia en concreto, del mismo modo que casi nadie sabría apreciar, como él, la divertida forma de aburrirse de los ingleses, ni de encadenar las más curiosas teorías sobre las barbas, el canibalismo, el hombre sandwich o el pidgin english. También es cierto que no todos han tenido que padecer, como dijo Camba, la agotadora obligación de publicar diez artículos al mes, por ejemplo, sobre Italia. Componérselas para escribir sobre esto, lo otro y lo de más allá no siempre resulta tan fácil como podría parecer a simple vista. Mucho menos fácil es lograr que el lector extraiga de las palabras conclusiones interesantes y acabe por considerar al articulista como alguien de la familia.

Camba escribió centenares de artículos. De hecho, fue lo que escribió. Todo ello, según él mismo solía comentar, se debía a la facultad de convertir cualquier cosa en un artículo para el periódico: de hacer una pieza literaria de un paraguas, una maquinilla de afeitar o de un reloj, de las obras completas de Voltaire, o del mismísimo mar, reducido en toda su grandeza a una cuartilla de papel. Al final, huésped solitario en el hotel Palace, ya se había cansado de tirar de aquí y de allí, de paraguas y de relojes, y pasó a obsesionarse con que el grifo de la bañera dejase de gotear; temía que la habitación se inundase mientras dormía. El hombre que, con envidiable curiosidad y grandes dotes de observación, había visto pasar por delante el río de la vida, asistía preocupado a las fugas de la fontanería. En eso puede que consista, quién sabe, la existencia.