Conmemora el continente este año el centenario de la Gran Guerra, cuyo colofón fue el derrumbe del Imperio austro-húngaro, una asombrosa maquinaria política que ocupaba una extensión de casi 700.000 kilómetros cuadrados, congregaba a 53 millones de súbditos y amparaba el territorio de lo que hoy son nada menos que trece estados soberanos. Era un Imperio, tal y como cantaron sus mayores escritores, los Roth, Musil y Broch, que hablaba en alemán, húngaro, checo, italiano, rumano, polaco y un puñado de lenguas eslavas, y cuyas colonias no estaban en lejanas y exóticas costas, sino que recorría un río inmortalizado por un vals: el Danubio. Sin su aventura y la de su emperador Francisco José I, que lo rigió desde 1867 hasta 1916, cuando cedería el título a su sobrino nieto Carlos I, es imposible entender qué significa eso que todavía hoy denominamos Europa.

El estandarte, del austriaco Alexander Lernet-Holenia, novela publicada en 1934, nace del impulso provocado por la descomposición de aquel sueño erigido sobre un mosaico de lenguas y pueblos. Pues, aunque estamos ante un libro que nace como una novela galante y posee rasgos propios de la novela de aventuras, lo que en el fondo anima su peripecia es una reflexión sobre el fin de un statu quo. Esa nostalgia por un universo perdido recorre el esqueleto de la novela hasta prestarle un indudable clima elegiaco. También un evidente aliento ético, cimentado en un andamiaje de honra y responsabilidad, un entramado donde los códigos de conducta y honor son tan profundos como para que el lector sienta un extraño afecto hacia sus huérfanos, por ajenos que le resulten sus ideales. No estamos aquí ante el ciego patriotismo denunciado por Humphrey Cobb en Senderos de gloria o ante la masacre estéril reflejada por Henri Barbusse en El fuego, sino ante el lamento por un mundo antiguo que se desmorona sin estrépito ni gloria, pero por el que muchos hombres de bien, educados en cierta aristocracia del ánimo y las creencias, entregaron sus vidas.

Así, el alférez Menis, empeñado a toda costa en salvaguardar el estandarte del Regimiento "María Isabel", encerrado en el diálogo morboso con sus amigos perdidos ("Porque el auténtico ejército no lo forman los que viven", dirá Menis en un momento de su discurso, "sino los muertos"), se insinúa como un héroe a su pesar, alguien que en su vagabundeo por la limes de un Imperio que es ya sólo caricatura apenas aspira a mantener intacto un espejismo que a nadie parece importar: el juramento de lealtad hacia una realidad que se despide sin triunfo. Como otros tantos protagonistas de las novelas de Schnitzler, Zweig o Von Rezzori, el alférez Menis se tambalea a las puertas de un Elíseo tanto más odioso cuanto que, en apariencia, la vida continúa. En sus oídos, como un bramido inapelable, la promesa entregada por los muertos a su emperador y a su Imperio es un mantra sagrado pero al tiempo vacío, un repique de campana que a nadie convoca.

El estandarte. Alexander Lernet-Holenia. Libros del asteroide, 2013