La gran contienda bélica mundial que ahora cumple cien años inspiró extraordinarios e inolvidables libros. Tempestades de acero, de Jünger; Un año en el altiplano, de Lussu; El fuego, de Barbusse; Sin novedad en el frente, de Remarque, y La Guerra del 1915, de Giani Stuparich, se encuentran entre ellos. Todos nacidos de la experiencia personal, testimonios poéticos y morales, fruto del deber y del amor a la patria, de la solidaridad de las armas y, al mismo tiempo, de la denuncia del insensato sacrificio de vidas humanas.

Elody Oblath, que amó sin ser correspondida a uno de aquellos idealistas que perdieron la vida, el escritor irredentista triestino Scipio Slataper y que más tarde contraería matrimonio con su discípulo y paisano Giani Stuparich, escribió que la fe en una Humanidad mejor había hecho a algunos clamar inconscientemente por la muerte de millones de hombres. La Gran Guerra acabaría siendo el suicidio de Europa, se convertiría, además, en la antesala de otra tragedia todavía superior y del desembarco de abominables totalitarismos.

Stuparich pudo contarlo. Slataper, no. Ambos habían empuñado las armas movidos por ideales patrióticos y sentido del deber. Pese a estar convencidos del sacrificio inútil en el campo de batalla, como a tantos, otros les cegó la exaltación. Slataper murió en 1915 luchando por una italianidad en la que creía profundamente, a los 27 años, en Podgora, bajo el Monte Sabotino, cerca de Gorizia. Así entró a formar parte del grupo de intelectuales que, tragados por la guerra, han sido, sin embargo, heredados por la cultura. Ellos y quienes les sobrevivieron sembraron la semilla del antifascismo.

Antes de caer, Slataper dejó uno de los libros que mejor han expresado la espuma del tiempo en un mundo de frontera, entre la espada y la pared. Mi Carso (1912), que ahora publica la joven editorial Ardicia con una impecable traducción de Pepa Linares, es una sucesión de pensamientos, recuerdos, y olores escrita con extraordinario realismo lírico, por una pluma impetuosa. Está dedicado a Anna Pulitzer, Gioietta, que se mató a los 21 años y fue su gran amor junto con la mujer con la que terminaría casándose, Luisa Carniel, Gigetta. Las dos y Elody, que sólo obtendría la amistad del malogrado Slataper, conforman el núcleo de otra de sus novelas, Tres amigas. El resto de lo que escribió se circunscribe prácticamente a una correspondencia tan fecunda como romántica. Los lugares siempre son los mismos, Trieste, la montaña y las aguas de Grignano. Una irrenunciable síntesis, como escribió el prologuista de la edición Claudio Magris, entre el mar italiano y el carso esloveno que le sirve al autor de contrapunto para describir una realidad a caballo de dos mundos.

La frontera, además de un término geográfico, es un concepto moral. La italiana Trieste, linde del imperio austrohúngaro y más tarde del Telón de Acero, ha conjugado la sensación de no pertenencia con el patriotismo irredento de sus hijos. Scipio Slataper (1888-1915) es uno de los escritores que con mayor profusión cinceló ese paisaje en Mi Carso, una especie de diario que se lee como se escucha silbar el bora, el viento enfurecido que azota los rostros y las gencianas. Sus páginas son las del niño que para atrapar la fruta de la rama se extiende como un gusano, desafiando las leyes de la física y la dinámica. La del joven atormentado por el suicidio de su amigo más querido persiguiendo desesperadamente una respuesta, y también la frenética búsqueda de una identidad: la del italiano bajo el yugo de la patria extranjera austriaca. Una identidad que va más allá de la sangre y de su pertenencia al Karst (Carso). Trieste, frontera, encrucijada de culturas, tierra irredenta, conceptos tal vez vacíos para muchos, conceptos sin alma, estereotipos, que, como tales, probablemente hayan perdido sentido y valor, excepto para los que nacieron allí y tienen sus raíces firmemente plantadas en la tierra roja de la montaña. Para ellos, son jirones de una memoria colectiva.

Frontera bañada por la sangre de tantos hombres que lucharon bajo distintas banderas, algunos obligados, otros por elección. Encrucijada de culturas; al igual que todos los puertos de mar, Trieste ha visto llegar, salir o quedarse diferentes pueblos, cada uno con su propio bagaje cultural, rico o pobre, dispuestos a intercambiarlo. Los cafés San Marco, Tommaseo o Tergesteo rebosaban de gente e ideas. El ferrocarril que conectaba directamente con Viena favorecía el flujo de noticias y de viajeros con la Europa central, prefigurando un mundo dinámico que en sí mismo no lo era y que con el paso de los años terminó por diluirse como un azucarillo, tras los cañones de agosto. Y, finalmente, tierra irredenta, aunque no liberada de la dominación extranjera, un término acuñado por el escritor Vittorio Imbriani, inherente a la ideología republicana de Garibaldi.

Preciosa lectura.