La impronta del imperio como modelo de poder y organización política a imitar incluso por aquellos que le pusieron fin se mantuvo durante los 500 años que siguieron a la caída de Roma. La atracción generada por el vacío que dejó aquella inigualable estructura de dominio se prolongó tanto como su presencia sobre una porción del mundo que iba desde el muro de Adriano, en los límites de Escocia, hasta el Eúfrates. Al final, los bárbaros consiguieron reinstaurar el imperio pero bajo la forma el papado, sostiene el historiador Peter Heather.

Con La restauración de Roma. (Bárbaros, papas y pretendientes al trono), Heather, nacido en Irlanda del Norte en 1960, profesor de Historia Medieval del Worcester College de Oxford, completa el trabajo que iniciara con La caída del imperio romano (2005) y al que siguió Emperadores y bárbaros (El primer milenio de la historia de Europa) (2009), ambos también editados por Crítica. El título de ahora es una secuela directa del primero y en él identifica a los tres grandes pretendientes a "resucitar la herencia romana en la Europa occidental: Teodorico, Justiniano y Carlomagno". Los tres con antecedentes distintos pero unidos por el "éxito sorprendente" de haber conseguido recuperar "lo suficiente del viejo Occidente romano para reivindicar de forma creíble el título imperial de occidente". Sin embargo, esa empresa sólo fructificará, sostiene el autor de La restauración de Roma , "con la reinvención del papado en el siglo XI", momento en que "los bárbaros de Europa encuentran los medios para restablecer un nuevo imperio romano que dura desde hace mil años". El godo Teodorico se quedará, en expresión de Heather, "a una milésima de reclamar el título de emperador de Occidente" aupándose sobre su formidable poder militar y la adopción inequívoca de modos de romanidad en lo cultural y político. Ese estatus imperial no formalizado se diluirá con la muerte de Teodorico por la incapacidad de su sucesor para mantener la unidad de los godos.

Desde el Imperio Romano de Oriente, Justiniano protagoniza un segundo intento de recuperación del viejo imperio, que fracasará en 533 porque "la conquista de Occidente no fue el plan largamente acariciado y profundamente arraigado de una visionario romántico, sino otro tipo de fenómeno harto conocido por los historiadores: el aventurerismo al extranjero como la última y desesperada apuesta de un régimen en bancarrota". La resistencia al enemigo oriental, al que terminaría sucumbiendo en 1453, acabaría con la expectativa de recomponer la antigua estructura de poder. Carlomagno, "el padre de Europa" pondría las bases económicas de lo que, según expone Heather será la nueva forma imperial, el papado, lo que impedirá que el desmoronamiento de su propio imperio desemboque en la fragmentación que siguió a la caída del romano. La restauración de Roma transita por un tiempo confuso en el que se fragua el imperio papal, al que "la base ideológica de su poder" convertirá en "mucho más poderoso que su predecesor romano".

Breve historia de Bizancio, del profesor David Hernández de la Fuente, permite completar la perspectiva de ese momento desde la esquina oriental del imperio. Muy buen recordatorio de un mundo levantado sobre la confluencia de lo griego, lo romano y lo cristiano que alumbró un enclave tan excepcional como Constantinopla.