Qué sería de nosotros sin editoriales peleonas como Blackie Books que rescatan grandes obras que, sin su empuje, no llegarían a nuestros ojos. Como La benévola. Autor: Laird Hunt. Tan desconocido por estos lares como el John Williams de la extraordinaria Stoner, uno de los descubrimientos literarios de los últimos tiempos. Se compara a Hunt con Faulkner. Palabras mayores. Hay ciertos paralelismos (de atmósfera, de personajes, de situaciones, de estilo, de amor por la elipsis y verbo carnoso), pero la comparación no es odiosa para Hunt: tiene voz propia y la demuestra en cada línea. Faulkner como influencia inevitable, no como imitación inviable.

Es fácil de resumir: nos vamos a la mitad del siglo XIX. A una granja de cerdos en el sur de Kentucky donde la protagonista, Ginny, descubre que su marido, Linus Lancaster, es un miserable esclavista. Es su historia y también la de dos esclavas, Cleome y Zinnia. Y lo que pasa cuando Linus muere y...

Todo arranca con un testimonio en primera persona que ayuda a crear el tono que nos espera. Un hoyo, gusanos, una muerte trágica. Un horror sin subrayados, descrito con una frialdad que conmueve por lo que se lee entre líneas. Después, las voces de La benévola cavan un profundo hoyo donde caen sueños, sentimientos, emociones, miedos y convicciones. "En otro tiempo viví en un sitio donde moraban demonios. Yo era uno de ellos".

Ella era una niña cuando se casó. Catorce años. El se adueñó de ella. Así eran las cosas en aquellos tiempos. ¿Un monstruo? "Apreciaba las sutilezas del espíritu pese a tener siempre una fusta a mano, como tenía mientras cenaba". La fusta en el destino de una niña obligada a hacerse mujer demasiado pronto: "Yo había escrito un cuento sobre una princesa que, gracias a la suerte y la astucia y otras tonterías por el estilo, llegaba a ser reina de las nubes". Esa reina de las nubes estrellada en la vida real nos adentra en el infierno de la esclavitud sin aspavientos, sin grandes lamentos, sin forzar nunca el lagrimal. Con una naturalidad que hace aún más dolorosa la narración.

"Llega un día en que todo lo que creías que habías dejado atrás planta su tienda en medio de lo que aún tenías la esperanza de poder llamar mañana y anuncia: por aquí. Pues allá voy".

Una víctima que no presume de ello, una mujer que sobrevive como puede, como la dejan, sin mostrar más que una creciente tristeza, acostumbrada a los que nos parece tan lejano: la humillación, la tortura, la crueldad, la venganza. Es su cotidianidad. Tras una escena terrorífica de muerte, algo estalla en su interior. "Esa noche, acostada en mi habitación mientras Linus Lancaster hacía sus visitas, no pude evocar campos de margaritas. No pude evocar castillos en las nubes sin limonada. No pude encontrar el camino de regreso a la casa de mi padre, con su charca de ocas y mi cama en un rincón. Todo eran trozos de cuerda roja, cuerda que no debía moverse, cuerda intacta que se deslizaba por las paredes y las ventanas, llenándome la boca y los bolsillos del delantal, envolviendo el campo y la flor, el árbol y el arbusto, el pájaro y el cerdo".

Crímenes sin castigo, castigos criminales. Sueños que viven dentro de sueños, memoria común de cadenas y condenas. Páginas sobre el ayer que nos azotan hoy. Aún. Qué gran novela.