El norteamericano James Merrill (1926-1995) se empleó en sus inicios como lánguido formalista, pero desde la década de 1960 en adelante cultivó un verso más coloquial al que empezó a afluir con naturalidad una sinuosa corriente autobiográfica, heredera de la tradición romántica de exploración del yo mediante el propio acto de escritura. A la altura de Divinas comedias (1976), con el que ganó el premio "Pulitzer", Merrill era ya un poeta que había integrado en su poesía, como dice Helen Vendler, "las estructuras de la prosa", y sumado a los rasgos que definieron su estilo desde la primera hora (metáfora, rima, ingenio y artificio) una rica modulación versal que sin duda era fruto de la incorporación del registro hablado, además de una inclinación a la fantasía y por lo oculto.

Encuadrado en la "escuela" de Wallace Stevens por su gran valedor, el crítico Harold Bloom, Merrill añade en este libro a su paleta las revelaciones del tablero de la Ouija, al que él y su pareja, el también escritor David Jackson, eran completamente adictos. En esas sesiones, el poeta y su colaborador creyeron ser receptores de mensajes del otro mundo procedentes, entre otros, de W. H. Auden, fallecido en 1973.

La Ouija ya había sido el asunto de un poema anterior, "Voices from the Other World", pero fue en Divinas comedias donde la práctica de comunicarse con el más allá comenzó a ganar espacio en la poesía del estadounidense; especialmente, en el largo poema (un centenar de páginas) "The Book of Ephraim", no incluido en esta primera publicación en español del volumen, pues la editorial Vaso Roto ha preferido dejar su traducción para su prometida edición de The Changing Light at Sandover (1982), el magnum opus de Merrill, en el que el citado poema encontró su sitio definitivo.

Quienes descrean de estas prácticas esotéricas, que han llevado a algunos críticos a emparentar a Merrill con Yeats, un poeta mucho más vigoroso, incluso cuando es atacado por sus visiones, que el neoyorquino, no echarán en falta "The Book of Ephraim" y se deleitarán, en cambio, con "Lost in Translation", aquí vertido como "Perdido en la traducción", para que "lo que se pierde al traducir" sea no sólo un sentido, sino su guardián, el propio poeta, niño que espera ansioso la llegada de un rompecabezas, acompañado de su institutriz. Y es que, para Merrill, la pérdida que la traducción acarrea no es tanto la del poema (en este caso, "Palme", de Valéry, que Rilke vertió al alemán y él al inglés) como la de la vida que su lectura permite descubrir, y que la barahúnda del acontecer diario, acumulándose año tras año, sepulta.

O igual no, pues casi se diría que Merrill se afana en la pérdida, que bucea en su memoria para encontrar algo cuyo extravío merezca el esfuerzo de escribir un poema. Pero la suya es una pérdida sin dolor, "estetizada", convertida en cosa de arte: "sombra y fibra, leche y memoria". No en vano, como Bloom ha escrito para asimilar la búsqueda merrilliana a la de Proust, "su precursor más próximo", Merrill "se adentra en el estudio de la nostalgia desde el asombro y no desde la elegía". Y lo que para el autor de En busca del tiempo perdido fue la magdalena, lo es para el de Divinas comedias la pieza que falta del rompecabezas, lo que se pierde irremediablemente -pero también se gana- al traducir "Palme"; un árbol que "se oculta a sí mismo" para adquirir "el color del contexto".

Esto es así, entre otras cosas, porque Merrill fue un privilegiado (era hijo de Charles E. Merrill, uno de los fundadores del banco de inversión Merrill Lynch) y pudo, como Proust -a quien dedicó un gran poema- y Rilke, consagrarse a la construcción de un purgatorio ficticio; no falso, sino de ficción, literario. De ahí la referencia dantesca del título, que sólo irónicamente, o incurriendo en pecado de autoindulgencia, podría el poeta norteamericano permitirse a tenor de la cómoda vida que se dio.

Sin embargo, como la poesía no es mujer que reparta sus dones atendiendo a la prosperidad de que gozan sus amantes, Merrill llegó a ser un formidable poeta pese a sus privilegios de clase. Este aserto puede confirmarlo no sólo "Perdido en la traducción", sino cada uno de los otros ocho poemas que figuran en esta edición de Divinas comedias; todos, menos tres, largos y plenos de hallazgos, y tersos como una tela por la que la mano, más que deslizarse, resbalara.

La fama se la han llevado "Perdido en la traducción", "Versos para Urania" o "Yánina", pero, de permitírseme escoger, yo me quedaría con el mistérico "Cataratas de McKane", que además de remitir a "Cómo vivir. Qué hacer", de su maestro Stevens, faculta a Merrill para hacer un ejercicio polifónico que concierta la voz exhausta de la naturaleza con la de su ambicioso esquilmador, aquí dos buscadores de oro a los que "Dios amaba".

La traducción, de Jeannette L. Clariond y Andrés Catalán, es todo lo buena que el inglés de Merrill le permite serlo, pues la riqueza de tonalidades y ritmos del verso original es tan insultante que no hubiera sido justo pedir a los traductores que intentaran siquiera remedarla. No obstante, y sólo para que el efecto sutilmente cantarín y juguetón de las rimas de Merrill no se perdiera del todo, hubiese sido interesante ensayar una traducción asonantada de algunas piezas, especialmente de las breves que, como "El kimono" o "Manos Karastefanís", hubieran aceptado de buen grado la gracia.