"El ser humano es un túnel estrecho, hay que internarse en él si quieres conocerlo. Hay que avanzar en la oscuridad, aspirar el olor de todos los animales muertos, escuchar sus gritos, los dientes que rechinan y los llantos. Hay que andar, hundir las patas en el charco de sangre".

Lo habitual cuando un dramaturgo o un guionista se mete en las arenas movedizas de la novela es que tire de sus recursos habituales, aquellos que le hacen sentirse más seguro, y llenen las páginas de diálogo que lo invade todo. No es el caso de Wajdi Mouawad, que ha forjado con Anima una novela total en cuanto a ambición estilística: esa estructura férrea que le concede gran libertad de movimientos, esa prosa de inagotable capacidad evocadora, moldeable como arcilla y de decisiones irremplazables en el uso del lenguaje. EL dramaturgo sigue ahí, no obstante, en el avispero de voces donde mete la mano para otorgarles autenticidad sin descargarles una importante carga literaria. Texto reposado y repasado hasta la saciedad (diez años de trabajo), Anima es un libro tan destilado que, pese a su largo recorrido y lo insólito de su propuesta, nunca decae en su cadencioso y percutante ritmo de capítulos a menudo cortos, frases casi siempre tajantes y una total falta de temor a mezclar horror y belleza en el mismo vaso comunicante. La historia no necesita de mucho espacio para el resumen: Wahhch Debch encuentra el cadáver de su esposa. Asesinada. Violada. Y se lanza a la búsqueda en la frontera entre EEUU y Canadá de la fiera que ha destrozado su vida. Un escenario donde habita el espíritu derrotado pero orgulloso de los indios mohawk. Hasta aquí, todo normal, podríamos estar ante un thriller exótico de venganza, pero cuando leemos que Mouawad le da la voz a los animales para permitir que narren la odisea de ese hombre la cosa cambia. Y el thriller se transmuta en un género que se revuelve airado contra cualquier etiqueta. Al autor de Incendies no le interesa tanto la peripecia justiciera como la aventura interior de un hombre por el laberinto de la memoria, en cuyos pasillos recorridos por la brutalidad, el miedo y el dolor se encuentra la conexión con el horror en su desgarramiento más universal, pero también con el latido más escondido de una humanidad necesitada de comprender, de sobrevivir a tanto despedazamiento de la conciencia. Y si lo que empieza con costuras de thriller y western se arrima de repente a los territorios bárbaros de Sabra y Chatila, un genocidio en toda regla que al libanés Mouawad le impactó de lleno, al lector no le queda más remedio que entregarse sin remedio a la propuesta audaz y hasta cierto punto temeraria de un creador que dinamita desde dentro los géneros para que los cascotes formen un gigantesco poema en prosa donde cada palabra tiene el peso necesario y el poso justo para que podamos hablar, sin temor a pasarnos de la raya esta vez, de rotunda obra maestra.

Conducía chillando, llorando, invocando nombres, apellidos, bestias, pájaros, insectos, peces, reptiles, fieras, bovinos, golpeando el volante, aporreándose el pecho, la cabeza, la cara, y dejaba salir los gritos antiguos, silenciados, tragados, hundidos en lo más hondo de su vientre, sepultados bajo las capas deshechas de su memoria..