Después de ver los seis capítulos de Black mirror (Netflix) te entran unos irrefrenables deseos de salirte de todas las redes sociales, eliminar el 90 por ciento de las aplicaciones del teléfono y borrar de tu lista de contactos a todos los que se empeñan en añadirte a grupos en los que no quieres estar. La serie de Charlie Brooker es una declaración de odio a las nuevas tecnologías que amenazan con convertirnos en zombis con el cerebro gobernado por las máquinas. De odio y de miedo. Y lo cierto es que en sus mejores momentos es capaz de contagiar al espectador esa fobia manifiesta. Una sociedad en la que la gente lleva implantada una cámara en el ojo para identificar a los demás y saber su grado de popularidad virtual. Donde los "me gusta" o "no me gusta" con los que el vecino o el taxista nos juzga puede dejarnos sin trabajo o ayudarnos a conseguir un préstamo. Una sociedad deshumanizada en la que las personas solo miran las pantallas de sus aparatos o vive rodeada de hologramas y el "arco de popularidad" y la "esfera de influencia" marcan tu destino. Eres premium o eres paria. Y si te descuidas y te pasas de audaz puedes terminar enloqueciendo por aceptar el papel de conejillo de Indias en un videojuego de realidad ultravirtual chafado y de qué manera por una llamada inesperada. O puedes convertirte en un fugitivo de tus propios horrores en la red, acorralado por acosadores sin identidad que te empujan por una pendiente de violencia por la que ruedan también otros desesperados de vida oculta que les destroza la que está a la vista. O te enfrentas al destino final esquivando las penas de una situación terminal gracias a una realidad virtual que te permite ser un avatar feliz en el túnel del tiempo, allí donde puedes encontrar el amor y pensar que es real. Pensar que existió. Y que, tal vez, pueda existir durante unos momentos fugaces de evasión.

Las ideas de Black Mirror miran hacia un futuro que en muchos no es tan lejano. Así que no se puede hablar realmente de ciencia-ficción porque algunos de los males que denuncia ya están ahí fuera, (des)esperándonos con los excesos esclavizadores. Como ya ocurriera con las otras temporadas, los buenos planteamientos no tienen siempre desarrollos adecuados y se cae demasiado en mensajes empapados de moralina o resoluciones de una obviedad aplastante. La elección de directores de espíritu cinematográfico como Joe Wright, James Watkins o Dan Trachtenberg y repartos en general solventes ayudan a salvar episodios amenazados por la carcoma (salvo en Men against dire, donde hay una especie de guerra contra mutantes salvajes que no tiene ni pies ni cabeza, y además es plúmbeo) pero de toda la temporada solo hay dos entregas que valga la pena retener en la memoria. Uno de ellos, San Junípero, está siendo tan unánimemente alabado que puede decepcionar un poco si tienes demasiadas expectactivas, pero aun con el entusiasmo rebajado (sobre todo por su edulcorado final) el imprevisible guión y las vueltas que da la historia alrededor del tótem de la nostalgia, parodiando incluso la moda de volver a los 80 como fuente de eterna juventud, es un capítulo muy bien escrito y visualmente descrito con pericia notable. Podría haber sido igual de bueno el último capítulo si en lugar de hora y media durase treinta minutos menos y a la terrible historia de un linchamiento digital no se hubiera incorporado un apocalipsis con insectos drones que resulta un poco ridículo.