Le conocí una madrugada y le despedí otra. Se quedó para siempre, como uno más de la familia, de los más allegados, de los íntimos. Era fácil acogerse en su intimidad de canciones hermosas con su voz suave y susurrante, que acabó declamando. Era el mejor declamador del mundo. Sus personajes iban y venían por casa, allá donde la tuviese a lo largo de la vida: Suzanne, Marianne, los partisanos franceses, el Chlesea Hotel... Me atrapó una madrugada calurosa de verano, en las postrimerías de la adolescencia de los pasados años setenta, con el embrujo de un mítico programa de radio, "Tris, tras, tres" de Carlos Faraco en Radio 3, y poco después me encadenó hasta la eternidad con los violines de "Recents Sogns".

En la vorágine de la época de la psicodelia, la heroína y el rock and roll, cuando se acostó con Janis Joplin y vivió en el Chelsea Hotel de Nueva York, ya se presentaba como un caballero, faceta que no le impidió disfrutar de todos los excesos. Pero no murió a la mítica edad de los 27, como los apóstoles del vive rápido y muere joven. Se fue a la edad de todos los años bien vividos, que es la mejor para irse. Poeta, músico y monje saludaba con su sombrero de ala, un gesto que repitió en el último guiño de despedida.

Sabedor de la cercana muerte nos fue preparando. Primero en la carta a su musa Marianne, después en la presentación de su último disco, hace un mes. Intuía que le quedaba poco y dijo estar preparado para morir. Como nos ocurre con los familiares más queridos no quisimos ver las señales. Su fallecimiento me sobrecogió como inesperado a las cuatro de la madrugada de ayer y le envié un mensaje a mi hijo: "Esta noche ha muerto el tío Cohen". Nos habíamos conjurado para ir a verlo donde fuese si había nueva gira. Nunca iremos y decretamos una semana de luto familiar.

La madre de Leonard Cohen le decía: "Cuando las cosas te vayan mal, aféitate". Ayer me afeité, pero desde su muerte tengo un pitido en un oido que suena como una canción fúnebre.