En el mal llamado mercado de invierno se pretende aislar con éxito los derechos de un futbolista para sea capaz de llenar el hueco que semanalmente, y con diferente intensidad, se viene reclamando en los distintos equipos españoles. Una reclamación tan vieja como necesaria, tras una inflación de ardiente verano deportivo con objetivos explotados de antemano y abrazos innecesarios que lo hacen casi imposible, aunque se esté en la obligación de intentarlo. Así como en la Primera División la apuesta se redujese a más del cincuenta por ciento, en la Segunda División la inflación veraniega obliga a reducir gasto y a recurrir a las cesiones pactadas con artículos complementarios y a las promesas de difícil cumplimiento. Papeletas difíciles para las secretarías técnicas, en situaciones de demasiadas dudas y exceso de exigencias con el sello de «bajos costes y rentabilidad inmediata». Cuando la normalidad nos delata que está anclada en varios conceptos que se repiten y contra los que hay que competir en desigualdad de condiciones: un futbolista que habitualmente no participa, o que reivindica jugar y que en algunos casos el orgullo deportivo y personal lo está atrapando en sus propias garras. Por eso reconvertir estas situaciones complica los cambios; pero complica más las exigencias que el tiempo no disculpa ni tiene en cuenta. Ni incluso eso que existe, y que nadie quiere ver, que se llama adaptación.