Luque marcaba las diferencias en un partido equilibrado porque el Sporting respondía con su exuberancia física al mejor toque y la agilidad en el despliegue de los visitantes. Al toma y daca contribuía la permisividad del árbitro, muy poco intervencionista. Hasta que Mateu Lahoz reclamó su cuota de protagonismo. En apenas unos segundos, le dio dos motivos a la afición rojiblanca para desesperarse. No pitó nada cuando Fagoaga interceptó con los brazos extendidos un centro de Pedro. Y, sin solución de continuidad, mandó a la caseta a Míchel por una entrada que la mayoría de las veces se soluciona con tarjeta amarilla.

De repente, un partido en el que nadie reparaba, que se presumía festivo, amenazaba con sacar de paseo a los peores fantasmas del sportinguismo. Preciado retrasó a Kike Mateo cerca de Matabuena para restablecer el equilibrio en el centro del campo y esperar una oportunidad. Bilic volvía a quedarse solo arriba, incordiando a dos centrales que no dieron sensación de seguridad en toda la tarde. Nada ocurrió hasta el descanso, pero la primera jugada del segundo tiempo dobló la apuesta de la tensión y el sentimiento de desamparo.

Luque corrió a por un balón que parecía inalcanzable y centró cuando, aparentemente, había rebasado la línea de fondo. No lo vio así el linier, Mateu mandó seguir y Javi Guerra dejó petrificado a Roberto y a todo El Molinón. El Sporting acusó el golpe y en los minutos siguientes el Granada 74 tuvo su oportunidad de sentenciar. No lo hizo y le dio vida al Sporting, que a falta de otra cosa decidió probar con un tratamiento de choque. Para eso, para convertir los partidos en una descarga eléctrica continua, nadie mejor que Barral.

Con Bilic sacrificado en la banda derecha, la consigna de Preciado estaba clara, con el consenso de la grada: balones a Barral. Así, de la forma más simple, el Sporting se vino arriba y el Granada se arrugó. Las broncas de Luque a sus compañeros sirvieron de poco. Con uno menos, el Sporting empujaba sin cesar hacia la portería de Jaime y defendía la suya con fiereza. La condición física y la convicción moral de que aquello tenía arreglo fue decantando el partido hacia el lado local.

Kike Mateo, que ya empezaba a declinar, estaba donde tenía que estar después de una ensalada de rebotes en el área granadina. Y a partir de ahí, la ruleta rusa. El Granada intentó arreglar como un equipo lo que había estropeado como una banda. Y el Sporting, más convencido que nunca, esperó al último momento para el hachazo definitivo: un córner, la cabeza de Bilic por encima de todos y el balón a la red.

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