Sinceramente, en estos momentos finales, apasionantes y apasionados, te tengo un prudente miedo. No digo que no seas importante en la individualidad, porque lo eres para ganar, al alta, la autoestima tan necesaria en momentos de desánimos de ficción. Una autoestima necesaria para combatir sin miedo en el mejor de los niveles. Pero en los colectivos, y en momentos de necesidad, haces más daño que beneficio, restas más que sumas; ya que, si todos nos dejamos llevar por ti, nos restas un poco de todos a favor del otro y, al final, lo negativo vestido de confianza se lamenta en soledad: ¡si estaba todo hecho!, ¡si era cuestión de nada!, ¡si con arrimar un poco el hombro era suficiente!... No me gustas, confianza, como no me gustas, miedo, porque uno puede pecar de un apoyo inexistente y el otro, de uno provocado por la alarma a la nada. Me gustan más tus sinónimos de fe, de ánimo, sencillez o esperanza, porque mantienen más alerta y más atención a todo lo que puede acontecer. Lo que no deseo, confianza, es que me hagas débil por allanarme un camino al que aún falta por recorrer un trecho importante. Y no me conformo con tu halago fácil, con tu sonrisa de no pasa nada y tu autopista de peaje falso, porque, a veces, haces que el éxito aún no alcanzado lo diseñen los mediocres.