La euforia desatada en torno al Sporting era preocupante, no por excesiva, sino por prematura. Se basaba en un equívoco: que lo conseguido garantizaba lo por conseguir. Y eso pasaba por que el Sporting lograse la victoria en los tres partidos que le quedaban en casa, algo que, a la vista de los antecedentes, resultaba excesivamente optimista. Tras el tropiezo de ayer ante el Salamanca, el Sporting vuelve a una realidad que en principio no le niega ninguna aspiración de ascenso, pero que promete que lo que le queda para llegar a la cima no será un camino de rosas.

La euforia ambientó el partido de una manera fantástica. El Molinón, repleto y vestido de rojiblanco, era una olla a presión destinada a cocinar una victoria memorable. Pero el Sporting echó en ella lo mismo que en tantos otros partidos decepcionantes en casa: prácticamente nada. A estas alturas de la temporada ello no debería sorprender demasiado, porque este equipo no está concebido para crear fútbol, un requisito que suele ser imprescindible para ganar los partidos de casa. El Sporting se mueve con eficacia a la contra, pero cuando el contrario se aplica a controlar el balón lo pasa muy mal, pues demuestra una carencia casi completa de recursos. Los números, una vez más, lo dicen todo. En un partido que era vital ganar sólo tiró una vez entre los tres palos, en una escapada de Canella en el segundo tiempo en la que la vaselina que intentó con su pierna derecha le quedó corta. A ésta se le puede añadir un cabezazo de Bilic, también en el segundo tiempo, que se escapó alto.

También es verdad que en el primer tiempo hubo una jugada que pudo ser clave: el gol anulado a Quique Mateo. La decisión del árbitro anuló esta jugada, que pareció legal. A ese error puede agarrase legítimamente el Sporting para reivindicar sus merecimientos para ganar el partido, pero apenas a nada más. Incluso el Salamanca puso en su haber un remate de Bruno al larguero. Alberto, el portero salmantino, no hizo en todo el partido una parada digna de ese nombre. Roberto, en cambio, hubo de rechazar un peligroso tiro largo de Quique Martín.

El Salamanca tuvo sus oportunidades en el primer tiempo, en el que jugó más arriba. Luego se acomodó a un trabajo más defensivo, fiando sus posibilidades de contragolpear a la inspiración y la buena técnica de Quique Martín. Ni en un caso ni en otro el Sporting supo encontrar la respuesta. Preciado se equivocó en los cambios, o al menos no obtuvo con ellos el objetivo que pretendía, pues no revitalizaron el equipo. En realidad hizo sustituciones, no cambios cualitativos. Uno de ellos hubiera sido, por ejemplo, el de retirar a Iván Hernández, un centrocampista defensivo, para dar entrada a Pablo de Lucas, que combina muy bien y tiene un buen tiro a distancia. Pero se equivocó más en el planteamiento inicial, que responde a su concepción habitual del equipo, una formación defensiva, sin gusto por la combinación y el toque y que resulta demasiado fácil de desconectar por el rival. Falla la mecánica y escasea la iniciativa. En el penoso segundo tiempo de ayer apenas el empuje y el coraje de Jorge y el atrevimiento de Míchel daban individualmente la respuesta que cabía esperar de un equipo que debía ganar por encima de todo y que ni siquiera era capaz de encerrar al rival en su campo.

Hace cuatro temporadas, cuando con el Sporting de Marcelino El Molinón sí que era un fortín, el Salamanca fue el equipo que al cortar con un empate la racha de victorias de los rojiblancos abrió la primera fisura en el globo del ascenso, que acabó desinflándose. Quizás este precedente debió tenerse en cuenta para rebajar grados a la euforia previa al partido. Ahora ya no hay remedio, pero el empate de ayer no debería ser visto por el sportinguismo como una señal de la fatalidad, sino como una lección a aprovechar en un futuro tan breve como acuciante. A fin de cuentas, el Sporting sigue dependiendo todavía de sí mismo. De su eficacia fuera de casa tan probada y de la necesidad de superar sus limitaciones en casa capaces de dar disgustos tan serios como el de ayer.