-¿Usted cree en gafes, jefe?

-¡Más que en Dios, hijo!

El diálogo era de madrugada, en la redacción del diario «As», por los primeros setenta del siglo que dejamos atrás. Se había montado la timba de costumbre y, desde atrás, por encima del hombro, el angelito le fisgaba las cartas al director, los palos de la baraja francesa, y el mandamás, prestidigitador y maestro del póquer, que desplumaba a sus redactores mientras los instruía (deleitar enseñando), perdió aquella mano y las siguientes, la noche y la paciencia. Y en aquella sala, sobre la larga mesa de confección, entre cíceros y tipómetros, en la atmósfera de humo espeso del tabaco negro con el que se curtían los periodistas de entonces, tuvo un servidor, el que suscribe, una de las primeras revelaciones de su vida adulta y profesional. La aparición del mufa, la existencia incontrovertible del gafe, del malasombra y del jetatore en el mundo del fútbol y sus aledaños.

El caso fue de enciclopedia, paradigmático. Llenó muchos años de vida profesional y periodística. Lo exportó aquel reportero por medio mundo con los equipos españoles que entonces jugaban las copas de Europa, los campeonatos del Mundo y las Olimpiadas. El infeliz se hizo famoso, internacional. Derribó aviones, provocó atentados, quitó títulos y campeonatos. Tuvo al Madrid veinticinco años esperando la séptima y al Atlético le birló de mala forma, vilmente, aquella Copa de Europa que tanto merecieron Gárate y el abuelito Aragonés, Heredia y Ayala. Estaba ya en la talega el trofeo, pero se adelantó la criatura a ganar la puerta de los vestuarios (ahora se llama zona mixta para ponerle un toque pedante a la cosa) al grito de ¡cam-peo-nes, cam-peo-nes, cam-peo-nes! Y al momento, «la jodimos», advirtieron con desesperación sus compañeros, como él, enviados especiales al partido. El resto es más que conocido. Desde no se sabe dónde aquel patoso de Schwarzenbeck, que en su vida había marcado un chicharro, le tiró una pedrada a Reina, padre, que encajó uno de los goles más tontos que se recuerdanÉ

Cuenta uno lo sucedido al humo de las velas de esta Liga recién concluida en Primera, con las euforias y las depresiones, las suertes y desgracias a flor de piel. Porque hay pocos deportes y espectáculos, pocos juegos en los que la suerte, propicia o despiadada, tenga mayor presencia que en el «planeta fútbol». Aunque trate de ocultarse, por vergüenza o pudor, por no introducir elementos inciertos e incontrolables en un mundo muy profesionalizado, o por no ser perseguido y motejado por el cante de los medios de comunicación, que pueden arruinar cualquier carrera. Pero las supersticiones, las manías y las costumbres, las creencias, las excentricidades y las rutinas existen más que en cualquier otro medio o actividad, con la excepción superlativa del mundo de los toros, pero ése es otro asunto, que por el momento no nos incumbe. Y afecta por igual a directivos, técnicos y jugadores. Todo ello como el reflejo de las dudas, los temores e inseguridades. Por eso se portan amuletos, se repiten gestos y ritos, se entierran ajos, se cuelgan fetiches en el vestuario y se consultan a los arúspices, a los magos de la bola, las cartas y hasta los posos para ver cómo va a ir la cosa.

Hubo una temporada deportivista en la que a Javier Irureta le dio por no desprenderse de su gabardina de la suerte: hiciera frío o calor, amenazara o no lluvia, allí estaba Jabo, como Colombo, en el banco, con la trinchera terciada al hombro, como arma a la funerala, propiciando y atrayendo el agua milagrosa de los buenos resultados. Porque la más común de las supersticiones y las manías suele ser la de la vestimenta. Ramón Mendoza tenía uno de sus ternos más antiguos para vestir sólo en los días de Copa de Europa, como ropas de oficiar. Mendoza también odiaba y temía a un alcalde de la época, al que no quería ver por el palco, y adoraba al Rey como a un tótem al que invitaba insistentemente para algunas de las citas cruciales del Bernabeu, y mandaba ocupar los asientos a su alrededor cuando suponía que iba a aparecer alguno de sus más inquietantes gafes. Otro presidente (muchos hay, más que espacio) que no va a la zaga en estos derroteros es Ruiz de Lopera, don Manué, que en mitad de la función saca su cartera de las estampitas y besa compulsivamente al Cristo del Gran Poder y a la Virgen de las Angustias, y va salvando así los resultados y la categoría. En tiempos no muy lejanos los campos más abonados para los ajos eran Balaídos y el Calderón, y el sembrador más entusiasta, Rubén Cano, que creía más en los efectos del bulbo misterioso y sazonador que en los exorcismos del padre Daniel, el capellán del Manzanares.

Los futbolistas se resguardan en las manías, costumbres y rutinas, ya que éstas refuerzan su confianza, eliminan sobresaltos y mitigan los nervios y el alboroto que crece alrededor de cada partido. Por ejemplo, Emilio Butragueño fue un adelantado en el tratamiento científico de estas distorsiones: buscaba la paz y el equilibrio en el yoga. Por otra parte, hubo un intento en el Real Madrid que dirigiera Benito Floro de poner a un psicólogo al frente de la plantilla para eliminar ansiedades y controlar las conductas desordenadas, pero entre Camacho y Buyo echaron el proyecto abajo. Y también en el «As» de aquellas temporadas se publicitó un telépata que utilizaba a los sagaces meritorios del diario para montar algún reportaje: influir desde la grada en el comportamiento de los jugadores -de los porteros, especialmente-, pero no cuajó el invento y hubo que despedir a aquel embaucador / engañabobosÉ

Miguel Muñoz recordaba siempre que Molière había muerto de amarillo y en el escenario. Y Luis Aragonés, el seleccionador que nos llevará a la Eurocopa, también tiene lo suyo en este capítulo de manías y supersticiones. Ve el técnico un reflejo amarillo, una camiseta, un ramo de flores, una corbata de Guti y, según propia y reiterada confesión, «no me cabe el pelo de una gamba en el culo». ¡Que Dios lo coja exorcizado!