Para tirar bien el penalti que hizo famoso a Panenka hace falta saber meter la cuchara. La cuchara es la especialidad de Totti, uno de los mejores futbolistas italianos de todos lo tiempos. Consiste en un toque suave por debajo que eleva el balón y finalmente lo deposita mansamente en la portería contraria, siempre que el encargado de vigilarla haya perdido de vista su dirección, producto del engaño en el lanzamiento. En el jugador de la Roma ese toque es mágico y le ha dado buenos resultados muchas veces.

De hecho hay una colección de vídeos que circulan por la red de Totti haciendo la cuchara que sirven, en horas bajas, para reconciliarse con el fútbol. Entre ellos, se encuentra el gol que el delantero romano le hizo el 29 de junio del año 2000 a Van der Saar en la semifinal Italia-Holanda, justo en el inicio de la ronda de penaltis. Su compañero Maldini pensaba que se trataba de una broma cuando Totti avisó de que iba a meterle la cuchara a aquel gigante holandés que taponaba la puerta. Pero Van der Saar picó y los seguidores de la azzurra respiraron.

Francesco Totti es autor de un manual que trata sobre la cuchara, Mo je faccio er cucchiaio, dicho sea en auténtico romanesco de Alberto Sordi, donde cuenta su experiencia con ese toque refinado de balón del que es maestro. El capitán de la Roma, como ha escrito Enric González en Historias del Calcio, forma parte de la dinastía de Garrincha, Best, Gascoigne y Cassano, con la ventaja de que no es cojo, ni alcohólico, ni paranoico.

El problema de la cuchara y de los penaltis lanzados al estilo de Panenka es el riesgo que se asume dado lo difícil que resulta aplicar la creatividad en los momentos decisivos de un partido, en los que el entrenador, los compañeros y hasta los propios aficionados esperan del futbolista que resuelva la situación sin necesidad de complicarse la vida. Para acertar, se requiere estar sumamente convencido de que lo que se hace es la mejor opción y, a ser posible, no tener en frente un portero lo suficientemente bueno y frío para aguantar hasta el último instante y no caer en el engaño apresurándose hacia el lado equivocado de la portería. Y, por supuesto, disponer del toque de Panenka, de Totti o de Zidane en la final del Mundial de Alemania de 2006 ante el amurallado Buffon. El riesgo de hacer el ridículo y poner al equipo en un aprieto es, por otro lado, considerable. Y sucede en las mejores familias. Así le ocurrió, por ejemplo, a Ribéry frente a Jens Lehman, en un partido de la Copa contra al Stuttgart. El gran extremo francés lanzó un tiro suave por el centro y Lehman ni se movió. La pelota cayó mansamente en sus manos. Beckenbauer dijo más tarde de Scarface que con su juego enriquecía la Bundesliga, pero que tirar un penalti así era una auténtica provocación.

Sin ir más lejos, Casquero tardará en olvidar lo que ocurrió el pasado martes en el Bernabeu en un partido donde los puntos eran decisivos para su equipo, el Getafe. Razones tiene para ello, empezando por la inexcusable paliza que le propinó Pepe y terminando por la demostración que quiso hacer frente a Casillas, un portero demasiado bueno para que lo intente engañar un futbolista de tan poca entidad y en un momento trascendental de la Liga. Lo que hizo Casquero, incapaz siquiera de elevar la pelota, fue la apoteosis de lo absurdo. El propio Antonin Panenka, el hábil jugador checo que batió a Sep Maier, en aquella final de la Eurocopa de 1976 frente a Alemania Federal, aseguró que se trataba del peor penalti que había visto tirar a un profesional y exclamó: «¡Cómo se le ocurre hacer eso con Casillas delante!»

Los porteros odian los penaltis a lo Panenka. Detenerlos no tiene por qué significar más que atajar cualquier otro disparo y, sin embargo, corren el peligro de quedar en evidencia ante cualquier provocador. El pequeño y excepcional guardameta Ivo Viktor, compañero de equipo del autor de la frivolidad más célebre del fútbol, amenazó a Panenka con retirarle el saludo si se atrevía a lanzar en un partido de competición la pena máxima de la manera que lo hacía en los entrenamientos. Posiblemente se arrepentiría de ello después de la tanda de penaltis que le dio la Eurocopa 76 a Checoslovaquia y en la que fue declarado mejor portero del campeonato.

Casquero, sumido en la desesperación por la injustificable violencia de Pepe, probablemente buscó el desquite humillando a Casillas en el mismísimo Bernabeu, pero le salió el tiro por la culata. No sólo no tenía que haberse arriesgado probando un lanzamiento que pocos se atreven a realizar, sino que probablemente no tenía que haber tirado él el penalti inmediatamente después del momento de tensión que había sufrido. Pero el caso es que incomprensiblemente lo hizo y suyo es el mérito de ser el último de la fila de los panenkas, título acreditado por el propio autor del famoso lanzamiento. El jugador del Getafe habrá olvidado la paliza de Pepe y seguirá acordándose del día en que decidió hacer el ridículo después de ser vilmente pisoteado.