Hay una jugada que define perfectamente a Diego Cervero como jugador. Sucedió en un partido contra el Navarro, esta misma temporada. El ya ex delantero azul remató de cabeza un centro, el portero rival atajó el balón y sacó rápido. El esférico, en 15 segundos, estaba en el otro lado del campo, rondando la portería azul. Por allí apareció Cervero para defender. Robó el balón que 15 segundos después estaba de nuevo en el área del Navarro para ser rematado, de nuevo, por el mismo jugador. En menos de un minuto había creado dos ocasiones, había defendido una contra del rival y se había cruzado dos veces el campo. El partido terminó 4-1 para el Real Oviedo. Cervero fue el autor de tres de los goles.

Ese es Diego Cervero. Un jugador que se dio a conocer al oviedismo una fría y lluviosa tarde de domingo en Pola de Lena, metiendo cuatro goles sobre un campo embarrado. Un jugador que, unos meses antes, había firmado su ficha en blanco, cuando nadie sabía qué iba a ser del Real Oviedo. Un jugador que, a base de orgullo, valor y garra, logró convertirse en un ídolo para la afición azul. Y lo hizo, a priori, sin virtud futbolística alguna. De movimientos toscos, sin muchas alegrías técnicas... y todo lo que quieran, pero en cuanto se enfundaba la elástica azul, las cosas cambiaban. Había magia.

Porque Diego Cervero tiene ese halo que rodea a los grandes jugadores, a las leyendas. Está, por derecho propio, a la altura de otros grandes delanteros de la historia azul. Posiblemente no fuera tan buen jugador como Lángara, Sánchez Lage, Herrerita o Carlos, pero trascenderá igual que lo hicieron ellos. Y lo hará porque supo ganarse el respeto de compañeros y rivales y porque se ganó el cariño y admiración de la afición azul por su lucha y sacrificio en cada jugada, en cada balón disputado.

Cervero, además, representa la alegría del fútbol que, en primera instancia, es un juego, y por lo tanto está hecho para el disfrute. Sus encuentros con el gol, el mayor premio del balompié, se convertían en un momento único, por la naturalidad y felicidad que destilaba en sus celebraciones. Y eso es algo que los niños cazan al instante. Tal vez por eso, más allá de los líderes del marketing que valen cientos de millones de euros, muchos niños de esta ciudad eligieron a Diego Cervero como ídolo, como uno de los últimos ejemplos que quedan hoy en día del fútbol en estado puro. Eso le valió, incluso, ser motivo de disfraces del Carnaval ovetense, en donde varios jóvenes se enfundaron la camiseta con el nueve a la espalda e imitaron sus largas patillas. Y eso, aunque sólo sea un detalle, está al alcance de muy pocos.

La despedida de Diego Cervero no ha estado a la altura, ha sido rara. El club le planteó una oferta que no era, al menos visto desde fuera, nada mala. Después llegó el anuncio de su marcha y las negociaciones de última hora, intentando reconducir la situación. Lo malo de las negociaciones es que no se puede incluir lo que no es tangible. Y con la marcha de Diego Cervero el Real Oviedo ha perdido mucho de eso. Ha perdido un poquito (o un mucho) de su alma.

Lo bueno de todo esto es que Diego es joven, y seguramente tendrá su oportunidad de volver al Real Oviedo y de despedirse de su afición en el Carlos Tartiere, vestido de corto y con el campo puesto en pie. Se lo merece él y se lo merece la afición. Porque algún día, igual que nuestros padres nos contaban que Sánchez Lage jugaba un partido después de 40 horas de viaje, nosotros contaremos a nuestros nietos que vimos jugar a un tipo que era capaz de recorrer el campo dos veces en 40 segundos, que atacaba y defendía como si cada balón fuera el último y que celebraba los goles con una alegría contagiosa. Que, probablemente, era muy malo. Pero que era el mejor.