Villa es un clan. De manera que si llora el Guaje, el baño lacrimal salpica a su familia, a Tuilla entera y a la cuenca del Nalón, por extensión umbilical. Y a Gijón, que el chaval pasará a la historia rojiblanca como el estandarte de la eficiencia de la cantera sportinguista. ¿Alguien podría imaginar que un jugador que abandonó el Sporting como internacional sub-21 con rumbo al Zaragoza, que pagó 2,7 millones de euros por sus servicios, iba a cotizarse hoy a un precio superior a los 45? A eso se le llama valor añadido de las acciones de Mareo.

Villa es un David fantástico de patio de colegio en un fútbol Goliat con defensas que exhiben tacos de aluminio afilados como dientes de cocodrilo. Y lo mismo cabe de los dirigentes: tiburones en un océano despiadado y mercantil con mucha raspa. El Valencia necesita a Villa para sanear sus cuentas y para tranquilizar a su clientela, pero ambos preceptos son incompatibles: Villa se queda y se esfuma la oportunidad de convertirse en el principal artillero de Europa, fuera en el Madrid o en el Barça. Arquetipo del muestrario futbolístico de los menudos, a la hora de negociar, a Villa le perjudicó el físico: en vez de empequeñecerse debió plantear al Valencia un órdago a la grande. Y haber huido del Turia como de las defensas rivales: por pies. Hace apenas un mes, el Guaje estaba crecido; a día de hoy, como a Peter Pan, le impiden crecer.