El Real Madrid llega a El Molinón en el mejor momento del Sporting. ¿Quién teme al Kaká feroz? El Sporting no tiene jugadores como Kaká en su plantilla, pero eso poco importa cuando los resultados (y por tanto la moral) están por las nubes. Dicen que Stalin preguntó una vez, con intención de burlarse del poder del Vaticano, cuántas divisiones tenía el Papa. Si es cierto que Stalin hizo esta pregunta, es que Stalin era, además de idiota moral, bastante tonto. Al Papa no le hacen falta cientos de divisiones acorazadas para hacerse oír, y a este Sporting no le hacen falta jugadores como Kaká para hacerse respetar. El poder de la Iglesia católica no se mide por el número de divisiones, y el poder de un equipo en racha no se mide por su número de cracks.

El peligroso (para el Madrid) estado de euforia del Sporting es la otra cara de la moneda de la peligrosa (para ellos mismos) melancolía en la que malviven el Atlético de Madrid y el Villarreal. El Mallorca visita el Calderón sabiendo que la afición colchonera no pasará ni una a su equipo, y el Málaga visita El Madrigal con intención de hurgar en la herida melancólica de un equipo que hasta hace nada fue grande y ahora va último. Pero hay una diferencia muy importante entre la melancolía del Atlético de Madrid y la del Villarreal, la misma que había en el Renacimiento entre la melancolía de un noble y la de un campesino. En los palacios, la melancolía era una alteración admisible y curiosa que hasta podía ponerse de moda. Pero si un pobre diablo padecía síntomas semejantes (que podemos llamar depresión), entonces era un vago, un torpe o un huraño insoportable. En la Liga española sucede lo mismo pero al contrario. En los palacios en los que viven los grandes equipos, la melancolía es intolerable y la depresión se confunde con la vagancia o la torpeza. Sin embargo, en las casas de los campesinos (aunque sean campesinos venidos a más, como el Villarreal) la melancolía es una interesante alteración del ánimo que afecta a equipos que han rozado la gloria con los dedos y ahora se arrastran en busca de la primera victoria.

Pronto escucharemos a alguien decir que el «Kun» Agüero es un puto vago (¡ya lo dicen de Messi!), y ya es una verdad universalmente aceptada que la defensa del Atleti está formada por una colección de torpes. Abel Resino, el entrenador, es, por supuesto, un personaje huraño. Sin embargo, y de momento, Cazorla no es un vago, la defensa del Villarreal no es torpe y Ernesto Valverde, el entrenador, no es un huraño insoportable. Después de ser semifinalista de la Liga de Campeones, el Dépor también pasó por una etapa melancólica, pero nadie quiso destruir los cimientos de Riazor. Ahora el Dépor vuelve a vivir en una nube (como De las Cuevas, el goleador del Sporting), mientras que el Villarreal vive su tristeza siendo cola de león en la Liga española. El fútbol tiene estas cosas. Un equipo de fútbol no es sólo un mecanismo (si los equipos fueran mecanismos, sería facilísimo acertar quince resultados en la quiniela), y los partidos de un Atleti, un Villarreal, un Dépor o incluso un Madrid no pueden explicarse mecánicamente porque los todos son más grandes que las sumas de sus partes. Parece que en un equipo de fútbol hay un «fantasma en la máquina», como diría Descartes, que guía a los jugadores. Ellos conducen, y el fantasma les guía. Ni la anatomía, ni la fisiología, ni la química pueden explicar la irritante melancolía del Atleti o la elegante melancolía del Villarreal. Eso es cosa de fantasmas, de espíritus, de no sé qué, de qué se yo.

Pero junto a este fantasma que guía a los equipos, también hay un conjunto de piezas que corren, se desmarcan y meten goles. Es imposible entender al fantasma (ni, mucho menos, domarlo), así que la solución para las crisis de melancolía futbolística suele consistir en cambiar piezas. Un reloj al que hemos arrancado varias piezas no puede regenerarse, como hacen los gusanos o las hidras; pero, al parecer, si arrancamos la pieza del entrenador de un equipo de fútbol puede producirse una regeneración que no tiene nada que ver con la capacidad de un organismo vivo para reconstruir por sí mismo sus partes dañadas o perdidas, sino con la capacidad del fantasma que guía al equipo de hacer que, de pronto, los jugadores conduzcan el equipo de forma no melancólica. Yo qué sé. El fútbol es fantasmalmente raro.