Quitando los brotes de violencia extremista y el culto a la rivalidad más excluyente, lo peor de las hinchadas futboleras es su tendencia a la ciclotimia. En ocasiones hay unas pocas semanas de distancia entre la euforia desmedida y el más acentuado derrotismo, y quien dice semanas dice días. El pasado miércoles, mientras unos aspersores de riego pretendían poner en remojo la justificada euforia de Mourihno en el Camp Nou, y se encendían las almas de quienes confunden el barcelonismo con el Estatut, la opinión pública en pleno parecía decidida a apostar por una prolongación del pavoroso infierno azulgrana, el sábado siguiente, en Villarreal. De repente, aquel rutilante Barça que había acaparado cuantos epítetos elogiosos recopilan los diccionarios de Lengua caminaba supuestamente hacia el final de un ciclo, hacia un desplome viscontiano con Guardiola encausado por su canje de arietes con el Inter y sus devaneos con Chigrinskyi.

La ciclotimia sportinguista es esa corriente de opinión que en menos de un mes ha pasado de hacer conjeturas con la UEFA (o como diantre se llame ahora la Copa esa) a preparar las pancartas para exigir dimisiones en cadena. De repente, según los foros de opinión, aquellos fichajes tan acertados del verano pasado le empiezan a parecer al grueso de la parroquia un manojo de medianías; Diego Castro está supuestamente acomodado en espera de un cambio de aires, a Canella habría que colocarlo ya porque es blandengue y timorato, Juan Pablo flaquea en las salidas, los goleadores en crisis olfativa -tan jaleados en otro tiempo- son un par de troncomóviles y el concurso de Rivera ya no es aquel feliz acontecimiento de la temporada, sino un ejemplo de rémora. ¿Acaso no éramos el otro Anfield? ¿Le van a quitar a Steven Gerrard el rango de ídolo en Liverpool, aunque el capitán ande deprimido y ayer hasta le copiara a Rivera el gol de regalo al Xerez?

Algunas hinchadas son particularmente volubles, como un amante encaprichado. En cuestión de semanas pueden recorrer todo el espectro de reacciones entre una estruendosa salva de vítores y una malhumorada lluvia de almohadillas. De repente, el equipo ha dejado de carburar y el entrenador pasará de ser el más grande dinamizador de grupos a quedarse con el cartel de estratega atolondrado. Anteayer era el sumo hacedor, objeto de adhesiones inquebrantables en las tertulias de los chigres, y al cabo de un encadenado de derrotas, el traje de Primera le viene demasiado grande.

Supongo que no puedes pedirle serenidad y perspectiva a un amante apasionado ni frialdad a una hinchada ciclotímica. Con la cabeza más fría que el corazón sí puedes colegir que a este Sporting se le hacen demasiado largas las temporadas, y que la Primera División española no admite dudas ni vacilaciones respecto a algunos conceptos básicos. No es ningún recurso al ventajismo recordar de nuevo que el mercado de fichajes de invierno está pensado para procurarse refuerzos y nunca para desprenderse de titulares. En enero podrías ingeniártelas para evitar que Adrián Colunga corra a salvarle los muebles al Zaragoza y cuidarte mucho de no imitar aquel ocurrente debut del primer consejo de administración de la SAD (el del criterio empresarial), que dejó a Bert Jacobs sin delantero centro la víspera del comienzo de Liga, vendiendo a Monchu al Sevilla.