Había tenido Fernando Alonso un mal día el sábado en el casino, así que guardó todas sus fichas para el domingo. Se reunió con los chicos de Ferrari, apelaron al orgullo de la marca roja, a su ADN ganador, y dibujaron una estrategia extremadamente agresiva y muy arriesgada. Con los bolsillos repletos, el asturiano se colocó solo, en la calle de los garajes, mientras el resto de la tropa hacía fila en la parrilla, como siempre antes de las carreras. Y al primer giro se metió otra vez a su guarida para cambiar de calzado y subir la apuesta hasta el límite permitido: 77 vueltas con los neumáticos duros y sólo una, el mínimo, con los blandos. Desde allí comenzó una remontada de las que quedan para los libros de historia y se recuerdan con el paso de los años. Es la quinta mayor de las dos últimas décadas en la Fórmula 1. Y hasta le sobraron vueltas. En 28 giros había llegado tan lejos como permite la pista de Mónaco, un laberinto imposible entre tiendas de lujo y parterres floreados. Recuperó 18 posiciones y ya se vio alrededor de los «suyos». Detrás de Hamilton y por delante de Schumacher. Los dos Red Bull iban delante, con Webber de capitán general para el segundo doblete de la temporada, victoria encadenada del australiano, que lleva dos carreras sin bajarse del liderato. Y_detrás Kubica, infiltrado con el Renault entre la clase noble.

Está tan repartido este Campeonato, hay tanta igualdad entre los de arriba, que lo que tenía pinta de ser un fin de semana de resolución terrible para Fernando Alonso acabó en algo parecido a una celebración. En Ferrari se daban palmaditas en la espalda, se felicitaban por haber salido de Mónaco tan vivos como habían llegado. Apareció Alonso por aquí, a tres puntos del líder, y salió de la misma forma, ahora, eso sí, con Webber y Vettel igualados al mando. Ya tardaban los dos Red_Bull, señalados como los más rápidos, en ponerse a la cabeza.

El mundo se le vino abajo a Ferrari el sábado cuando supieron que no podrían salir a la sesión clasificatoria con su piloto estrella. De dominador, de gran favorito, a gran derrotado, cerrando el pelotón por culpa de un chasis roto tras un accidente absurdo. Un error de pilotaje, un borrón de los que no suele cometer uno de los mejores escribanos de la Fórmula 1.

Lo que pasó en los vestuarios de la Scuderia hasta la carrera es secreto de sumario. Se supo que los mecánicos hicieron un esfuerzo grandioso. Montaron un chasis nuevo, que es lo mismo que construir un coche nuevo, con la fe que da saber que son los mejores en lo suyo y con la responsabilidad que da llevar el «cavallino» bordado en el escudo.

El chasis nuevo, desnudo, comenzó a tomar forma. Había que colocar el motor, la caja de cambios, las suspensiones, pedales, cerca de mil sensores, todo el sistema eléctrico, la fibra óptica para las comunicaciones... un mundo de empalmes a contrarreloj. Y además debían hacerlo bien, porque de nada serviría dar a su chico una máquina menguada. Como el que monta un mueble de Ikea, se pusieron manos a la obra mientras en los vestuarios el piloto iniciaba la conjura junto a los ingenieros. Tenían que dibujar la táctica perfecta.