Tres fichajes cerrados antes de las vacaciones y la plantilla perfilada para la próxima campaña componen un panorama alentador en el Sporting. Lejos quedan los seriales veraniegos de antaño, con aquellos capítulos finales que solapaban el desenlace con la primera jornada de Liga. Antiguos veranos de vino y rosas en los que agosto irrumpía en Gijón con su feria y fiestas, y con grandes expectativas acerca del fichaje de Kanu.

El pleno de aciertos de la pasada temporada en el capítulo de refuerzos le da un amplio margen de confianza al cuadro técnico, que en estos últimos años acierta mucho más que falla. Además, parece alineado con los convencidos de que la próxima remesa que Mareo brindará al primer equipo incluye dos o tres jugadores de primer nivel. Inmediatamente detrás, de la cantera vienen noticias todavía mejores.

Además de una buena planificación y fichajes atinados (mejor aún si se evitara la salida de jugadores titulares a mitad de Liga), un equipo en crecimiento debería hacer lo posible por conservar sus señas de identidad. En el Sporting, un referente indiscutible en los últimos años, los del feliz tránsito entre el umbral de la quiebra y la consolidación en Primera, no es otro que Diego Castro, cuya continuidad parece ahora improbable, más aún comprobando las posiciones que el club se ha aprestado a reforzar en el equipo para la próxima campaña. Profesional íntegro y comprometido, con ese plus de calidad que tienen los futbolistas por los que merece la pena comprar una entrada, Diego Castro debería aspirar a ser una seña de identidad en el Sporting, junto a Quini, Ferrero, Joaquín, Maceda, Jiménez o Ablanedo, entre otros muchos. Su posible salida anticipada guarda relación con una consigna por la que el club, como el gato escaldado huyendo del agua tibia, rechaza embarcarse en apuestas de futuro que excedan los márgenes de austeridad. Una política encomiable, desde luego, aunque nazca de un concepto discutible, pues el Sporting no acabó en manos del juez de lo mercantil por haber gastado en el pasado mucho dinero, sino por haberlo gastado mal. Me viene a la memoria el lejano caso de Mario Stanic, que llegó a Gijón en 1993, cedido con una opción de compra. Con 21 años, el croata jugó aquella temporada 34 partidos en Primera, marcó siete goles y dejó muestras de una calidad incuestionable. Era una joya, aunque al club le pareció un dispendio inaceptable pagar cien millones de pesetas (600.000 euros) por un jugador que más tarde ganó títulos en Italia, en Inglaterra y en Bélgica, y que acabó su triunfal carrera en el Chelsea, diez años después de su fugaz estancia en El Molinón.

Acerca de Diego Castro, las intenciones acaban de quedar definidas en uno de esos esporádicos ejercicios de elocuencia a cargo del máximo accionista, que ha dicho que el Sporting no hará locuras porque el gallego no es Di Stéfano. En efecto, el Di Stéfano del Sporting era David Villa. El último gran estandarte del sportinguismo se dispone a triunfar ahora en el Barça tras haber alegrado sucesivamente las arcas del Zaragoza y del Valencia. En Mareo, aquellos inversores avispados de la época lograron al menos salvar los muebles llevando al Guaje a la casa de empeños.