Los nombres propios también tienen un significado, aunque no figure en los diccionarios de lengua. La palabra Botía, que es un antónimo de Colin, significa acierto, bingo, dardo en la diana. La contratación por cuatro temporadas de uno de los centrales de la selección sub-21, sin haber pagado prima de traspaso y con el balance del año de cesión como certificado de garantía, pasa a encabezar el saldo de beneficios en la secretaría técnica de Mareo, un despacho tan proclive a la desconfianza durante años, con todos aquellos sinónimos de Kucharsky en la cuenta de resultados.

En el diccionario enciclopédico del sportinguismo, Kucharsky significa baldón, patinazo, negocio ruinoso. En Gijón resulta aun más admirable el desenlace de la operación Botía porque el término Kucharsky estaría en rima consonante con Chigrynsky, ese capricho de 25 kilos que Guardiola se dio a sí mismo antes de decidirse a bendecir la salida controlada del murciano.

Conducido al escarnio por el yugo de la fonética, Kucharsky (al fin y al cabo mundialista con Polonia en 2002) conserva la palma del oprobio, do quiera que hoy se encuentre el muchacho, aunque el verdadero plusmarquista del gatillazo lleva el nombre de Ferrer, con sólo una «o» menos que nuestro pibe de oro. La historia le recuerda en una nebulosa como un lateral, también argentino, que a finales de los ochenta le trajeron a Chuchi Aranguren para alegrar la banda izquierda rojiblanca, y a quien el entrenador vizcaíno ni siquiera se atrevió a alinear en el equipo, guardando al respecto un piadoso silencio.

El caso es verídico (el gran futbolero Marcos Mundstock diría que incluso es cierto), aunque por su condición de refuerzo nonato ni siquiera tiene Ferrer una breve entrada en la enciclopedia de jugadores que acaba de publicar el arquitecto Joaquín Aranda. Como el propio autor explica en el prólogo: «Faltan gran cantidad de jugadores que sólo intervinieron con el primer equipo en partidos de prueba». En ese limbo también localiza la memoria colectiva otro episodio igualmente venido de ultramar, unos años atrás, al que la maledicencia popular siempre relacionó con el legendario fichaje de un presunto velocista? de la bicicleta.

Volviendo a Botía, el poso de estupor que su incorporación ha dejado en las tertulias rojiblancas y en las barras de los chigres, además de una aprobación unánime, invita a repetir con el mismo palo, como ese avezado jugador de tute que descubre en plena mano que no llevas bastos. Los paladares más refinados tienen presentes algunos nombres como el de Thiago Alcántara, el hijo del brasileño Mazinho, uno de esos concertistas del centro del campo que allá en La Masía deben de producir por el método de la clonación. En Barcelona parecen hoy tan obsesionados con la repesca de Cesc Fábregas a cualquier precio que igual pican de nuevo y nos aflojan al descuido otro de sus excedentes de joyería.

Con Botía tal vez estemos cubiertos hasta que la cantera propia recupere su perfil habitual; aquel que durante años fue objeto de controversia porque Mareo se definía como una escuela de futbolistas demasiado especializada en la promoción de centrales.