Fernando Alonso se dejó su personaje pétreo en Yas Marina, la pista de Abu Dabi. En el mismo lugar donde un error clamoroso de Ferrari le negó su tercer título Mundial. Allí donde se le escurrió toda la gloria que le aguardaba más allá de la línea de meta le vencieron las emociones. Sonaban nombres de pilotos de oro que ya habían hecho sitio al asturiano en su paraíso de carreras. Senna, Lauda, Stewart, Piquet y Brabham le siguen esperando en el edén de los tricampeones. Por lo menos otro año después del batacazo de ayer en una noche que coronó contra todas las apuestas a Sebastian Vettel. Otra vez un duro golpe el último día, como hace tres años en Interlagos, cuando el punto final al drama de su corta vida en McLaren.

El sueño se desvaneció poco a poco. Alonso fue despertando vuelta a vuelta hasta que asumió que no tenía nada que hacer. Con la derrota consumada caminó hacia su camerino como un zombi, con los ojos inyectados. No veía las manos amigas que le ofrecían consuelo, apenas reconocía caras en los abrazos de ánimo. Entró en la sala de Ferrari y se vio cara a cara con el presidente Luca di Montezemolo, sexagenario curtido en mil y un lances. El abrazo fue largo e intenso. Alonso miraba pidiendo disculpas, aún sabiendo que no había tenido mucho que ver en el desastre, que había sido el reconocido error en la estrategia lo que le condenó. La veintena de testigos rompió a aplaudir, el patrón le agarró de nuevo del cuello y le pegó otro achuchón. El español ya es de la familia, un miembro destacado.

Recibió al momento el consuelo de Plácido Domingo, amigo de la casa y visitante ocasional de la Fórmula 1. Alonso huyó de la situación. Detesta cuando las cosas no están bajo su control y estaba descubriendo que, a veces, es imposible poner freno a las emociones.

En la intimidad de su cuarto, el asturiano repasó la carrera, se limpió el sudor y se dijo que lo había dado todo, que la competición es así, que en la pelea no hay amigos y que para hacer feliz a un ganador es imprescindible que otros reciban castigo.

No debía entretenerse porque en una de las estancias aguardaba el cuerpo técnico del equipo. En la espera, Andrea Stella, su ingeniero de pista, el Pepito Grillo que le atruena el oído por la radio cuando conduce a 300 por hora, trataba de animar a la tropa rossa.

Y en esto apareció el piloto. Se hizo el silencio y doce pares de manos rompieron a aplaudir. Al tercer abrazo, los sentimientos que llamaban a los ojos del perdedor del día se convirtieron en lágrimas. No aguantó Alonso la presión del revés. Nadie hablaba en lo más parecido que tiene la Fórmula 1 a un vestuario. La caseta estaba rota.

Ya salía para verse con la prensa cuando le abordó Massimo Rivola. El abrazo con el director deportivo fue eterno. Y Alonso volvió a llorar. Rivola estaba roto. El hombre implacable en la gestión, el que sacó a toda una escudería de Shanghai cuando un volcán finlandés cerró los aeropuertos de toda Europa, se había descompuesto. También el líder de la escudería, el piloto calculador que aparca los sentimientos para guiar un F1 sin dejarse engañar por el corazón.

Todo Ferrari, toda Italia, toda España le daban vueltas a una hora y media de carrera que le fue arañando a Alonso las grandes expectativas del domingo en Abu Dabi. Maldecían en voz baja por una decisión tomada a cara o cruz. ¿Imitar a Webber o seguir la hoja de ruta? ¿Marcar al hombre, al rival, o arriesgarse a que un tardío cambio de neumáticos les mandase a la quinta posición a favor del australiano y entregasen el título a Vettel?

Erraron el tiro y sólo tardaron unas pocas vueltas en darse cuenta de que el Mundial se escapaba. El mensaje por radio de última hora tiraba por tierra todas las teorías de la ciencia exacta que pretende ser la Fórmula 1. «Fernando, necesitamos todo tu talento». El recurso a la desesperada no iba a servir. Era mandar al portero a rematar un córner frente a la agonía del cronómetro. De cada cien veces, sale una.

En algún lugar estaba escrito que no era el día de Ferrari. Alonso apenas se acercó al Renault de Petrov, convertido en juez inesperado. Sólo le había molestado al inicio de la persecución, con el Ferrari al límite, y la aventura a poco finaliza en tragedia y el ovetense guiando el coche por la escapatoria.

La carrera estaba partida en dos. Vettel en solitario y camino de la victoria, Hamilton y Button a la espalda. Y Webber y Alonso enzarzados en una situación cómica, peleados en medio del pelotón con dos tipos (Petrov y Rosberg) que apostaron todo al rojo y acertaron en la ruleta. Entre los candidatos se colocaron comparsas que especularon a la hora escoger el momento del cambio de ruedas. Alonso se iba descolgando y comprobó que tampoco iba a poder corregir su posición cuando Kubica se acercara al taller. El Mundial estaba perdido y nada más que podía esperar un abandono de Vettel. Pero iba a ser demasiado que Red Bull repitiera el batacazo de Corea.

El alemán cumplió su parte del trato, cruzó la meta primero y estalló de alegría cuando confirmó que Alonso había caído hasta la séptima posición. Ferrari acababa de consumar el batacazo del año y con el error se llevaba por delante a Fernando Alonso. Noche nefasta en un escenario de las mil y una noches y un momento que quedará para siempre en los registros del deporte español. El día que Fernando Alonso lloró por primera vez.