Las primeras sensaciones himalayistas de los expedicionarios asturianos fueron contradictorias. Mientras que Eloy Sánchez estaba encantado -«tenía la sensación de que ningún día era igual que el anterior»- y se aclimataba sin problemas, Andrés Ruiz lo pasaba fatal: «Tenía náuseas, dolor de cabeza, las mismas sensaciones que cuando pillas una gripe y te metes en la cama. Pero allí no podía parar. No empecé a disfrutar de la montaña hasta que llevábamos diecisiete días. Estuve a punto de marcharme para casa, pero entre todos me convencieron».

Andrés Ruiz resistió y ganó. O, como él precisa, ganaron todos: «Íbamos con la idea de que un señor en la cumbre era un triunfo del equipo». Antes de ese desenlace feliz hubo jornadas duras, momentos complicados y un puñado de anécdotas que Andrés y Eloy relatan, incluso escenifican, con una mezcla de nostalgia y orgullo. Con la satisfacción de ese montañismo a la antigua usanza, el que pone cara a cara a la naturaleza y al hombre. Sin oxígeno, sin sherpas, sin previsiones meteorológicas a la carta.

El caso es que en la madrugada del 8 de mayo, aprovechando una ventana de buen tiempo, Andrés Ruiz y Mariano Muñoz estaban preparados para atacar la cumbre desde los aproximadamente 7.000 metros del campo 2. A los quinientos metros, Ruiz tuvo que tomar una decisión nada sencilla en aquel momento: «Mariano tenía frío y se metió en la tienda de los sherpas de unos alpinistas griegos. Como no acababa de salir decidí seguir solo cuando empezaba a amanecer».

Esos setecientos metros hasta el punto más alto del Cho Oyu dieron para mucho. Andrés Ruiz tardó unas seis horas en cubrirlos, con momentos que se agolpan en su mente entre la ficción y la realidad. Muy real fue el puente de hielo que se hundió a sus pies, un apuro que salvó instintivamente abriendo los brazos y con un impulso que le devolvió a terreno firme: «Salí de allí como pude, pero el caso es que no me asusté. Tengo que asustarme, me dije, y a partir de ahí siempre fui con mucho cuidado».

Andrés Ruiz disipó las dudas que le empequeñecían al compararse con expediciones próximas, como la de los griegos y otra suiza. «Llegó un momento en que recapacité y me dije: "Si no soy un alpinista, qué hago aquí", cuando estaba casi a ocho mil metros». Así superó un momento difícil, cuando llegó a temer por un derrame cerebral. También dibuja una sonrisa al recordar cómo alivió su cansancio con uno de los suizos, apoyándose hombro contra hombro durante casi media hora, sin articular palabra, en la típica postura de los alpinistas que intentan recuperar el aliento, ligeramente inclinados.

Andrés Ruiz coronó tan agotado que no le quedaron ganas de disfrutar de la cumbre. De inmediato inició un descenso que imaginaba complicado y durante el que se fue cruzando con sus compañeros. Eloy y Salvador, por un lado, y José Luis e Ignacio, por otro, esperaron en vano en el campo 3 una mejoría del tiempo. Aún pasaron unos días hasta que los seis asturianos se juntaron en el campo base, que tampoco suponía el final de la aventura. «Sentí la mayor felicidad cuando pasamos la frontera china. Ahí me entró una risa eufórica porque me veía a salvo», explica Eloy. Mientras, Andrés Ruiz no tenía la sensación de haber hecho historia: «Para mí el montañismo es algo interior, una comunión con la energía, con el cosmos, que se representa en la montaña».