Con el partido empatado a un gol el Sporting tuvo dos oportunidades muy claras para desnivelarlo a su favor cuando ya el encuentro avanzaba hacia su final. En ambas falló Sangoy. En la del minuto 81, por acomodar desastrosamente el cuerpo para rematar un pase impecable de De las Cuevas. En la segunda, ocho minutos después, al fallar un fácil pase que hubiera dejado solo a Colunga en un contragolpe en el que el Sporting había cogido con las vergüenzas al aire a la zaga zaragocista. Un minuto después de esta ocasión perdida el lateral Pablo Álvarez entró una vez más por su banda y metió un centro cerrado que, tras tocar en su compañero Lafita, se coló en la portería del Sporting. Quizá ni siquiera rematara propiamente, pues el balón pareció tropezar en él. Pero no por ello dejó de ser gol, y de tremendas consecuencias para los rojiblancos. La comparación entre las ocasiones que inmediatamente antes había perdido el Sporting y la que aprovechó el Zaragoza invita a mentar a la suerte. Pero la suerte es una impostora que siempre se alía con el vencedor. Y, por si fuera poco, el Zaragoza la había tentado más.

FÚTBOL PRIMITIVO.- En realidad, aunque encajó el gol de la derrota en el último minuto, el Sporting empezó a perder desde el primero un partido que tanto necesitaba ganar. Su forma de jugar fue una declaración de inferioridad. Renunció a tener el balón, a progresar con él con un juego de apoyos y combinaciones para buscar un sucedáneo de juego directo, que era más bien un fútbol primitivo, con balonazos altos en dirección a un Barral que, además de estar como enjaulado en medio de una defensa con muchos centímetros y más músculo, tenía muy lejos a sus posibles colaboradores, pues De las Cuevas y Colunga permanecían pegados a las bandas, donde nadie parecía intentar buscarlos. El Sporting no dominaba, no encerraba al rival en su campo. El dramatismo del partido se limitaba a los choques en la disputa del balón. No había otra intensidad. Y los partidos a vida o muerte no se ganan con cálculo o renuncia.

Con todo, un error defensivo del Zaragoza en el minuto 33 dio una oportunidad de oro a los locales. Colunga se escapó, se quitó de delante a Mateos y encaró a Roberto. Llevaba a su lado a Barral, solo y mejor situado, pero quiso resolver por su cuenta y el portero le tapó el remate.

Con mínima posesión del balón y casi ninguna llegada, el Sporting vio cómo la olla que se suponía iba a ser un Molinón lleno perdía presión por minutos. Y se quedó fría de golpe cuando el Zaragoza tuvo el primer golpe de fortuna, que no fue otro que el de que el central Mateos, que había subido a rematar una falta, no hubiera bajado a recuperar su posición cuando el Zaragoza recuperó el balón y le buscó por arriba para que, de cabeza, hiciera la pared con Helder Postiga y lo dejara al portugués en condiciones de fusilar a Juan Pablo. A estas alturas, el Sporting, atemorizado ante un rival con más físico que juego, no sólo había perdido el primer tiempo sino que parecía haber perdido el partido.

DEMASIADO TARDE.- Pareció poder recuperarlo apenas iniciado el segundo tiempo cuando Eguren cabeceó a quemarropa el desvío de Barral desde el primer palo en un saque de esquina. Y en cierto modo se puso en camino de conseguirlo. Clemente retocó el equipo para darle más oportunidades al balón. Rivera apareció más, como también el desaparecido Nacho Cases del primer tiempo. Mientras a Colunga se le vio poco más que para acaparar todos los lanzamientos a balón parado, De las Cuevas, que parecía haberse eclipsado desde el cambio de entrenador, apareció alguna vez a la altura que se espera de él. Pero el Sporting siguió sin mandar en el juego, quizá porque tenía el miedo metido en el cuerpo. Era el que transmitía su defensa -improvisada por necesidad, pero sin acierto en la elección-, que, si antes no había inspirado plena confianza, ahora con Zuculini revolviendo en el centro del campo y con Aranda irrumpiendo desde la derecha era poco menos que un coladero.

El partido acabó rompiéndose y el resultado quedó a merced del más atrevido. Quizá lo fue el Zaragoza, que dio la sensación de llegar más fresco a los minutos finales. El Sporting, sin embargo, tuvo sus oportunidades, ya consignadas. Pero la suerte, como el caudillo galo de la historia, echó su espada en la balanza y si no se oyó su frase de «¡Ay de los vencidos!», su eco espesó el desencanto del Molinón, en el que sólo una pequeña parte del público, la correspondiente a un buen grupo de seguidores del Zaragoza, pudo mostrarse feliz al final del partido, al ver que su equipo, tras la escalada de los últimos partidos, aún tiene a qué agarrarse en su esperanza de seguir en Primera, por difícil que todavía lo siga teniendo. El Sporting, en cambio, ha entrado en una caída que parece irremediable.